Conocí a Virgilio desde que comencé a visitar la redacción del semanario Pionero en Juventud Rebelde. Pararme tras él a ver cómo hacía una página, una simple viñeta, una ilustración, era como asistir a una ceremonia; prácticamente «fotografiaba» en mi memoria cada trazo, cada boceto a lápiz y siempre salía de esos momentos con dos sensaciones encontradas: una, de felicidad, por ser un testigo del quehacer de aquel genio; otra de envidia y hasta frustración, porque sabía que por mucho que me esforzara en mi carrera, jamás llegaría a la perfección y la imaginación de ese sencillo cubano.
Años después, en el 80, la vida me dio una oportunidad increíble: trabajábamos en la fundación de la revista Zunzún, con un equipo mínimo de personas en «plantilla». Los hermanos de Pionero nos habían cedido algunos locales en su nueva sede, pero necesitábamos un director artístico para la nueva publicación y allí, cerca, a unos pasos, estaba Virgilio. Confieso que desde el inicio me pareció un atrevimiento pedirle al maestro que abandonara su trabajo en Pionero, un semanario sólido, con toda una trayectoria, una calidad probada, alta tirada, lectores por miles, para venir a compartir lo que entonces parecía a muchos, a demasiados, una aventura loca…
Si pude vencer la barrera del respeto, para pedirle semejante locura, fue por culpa del mismo Virgilio, que trataba a todos por igual, consagrados artistas que conocía desde sus inicios, jóvenes con más sueños que experiencias, aficionados, profesionales… Para mi sorpresa aceptó la responsabilidad con su modestia de siempre y un entusiasmo a prueba de balas.
En el equipo fundador había «pesos completos» como Anisia Miranda, José Neyra Vilas, Juan Padrón. Los demás éramos tipos con muchas ganas de hacer, que no habíamos hecho mucho hasta entonces; pero Virgilio nos trataba como a iguales. Al principio me costaba mucho indicar, orientar, sugerir y menos ordenar un trabajo a Virgilio; la mayoría de las veces me limitaba a plantearle el problema que teníamos y él encontraba la solución como un mago. Influido por su línea de dibujo, pródiga en detalles, mis ilustraciones e historietas se me llenaron de líneas y efectos. Orgulloso de ello, un día me encontraba llenando de claroscuros mis dibujos, cuando sentí que Virgilio entraba en el local; seguí en mi labor, esperando que él me felicitaría por mi «barroco» nuevo estilo; se paró tras de mí, se quitó los espejuelos gruesos de miope, que no necesitaba para ver bien de cerca, levantó al fin la cabeza y me dijo: «Lo más importante de un dibujo es… saber cuándo hay que parar… deja eso como está que lo vas a cag… Así está muy bien». Y como un socio que regala una opinión al vuelo, siguió en lo suyo. En la práctica me había censurado mi obra, me había desaprobado lo que yo creía un salto en mi oficio, me había descalificado, pero lo que sentí fue orgullo: Virgilio estaba al tanto de lo que yo hacía, conocía mi línea; si él creía que así estaba bien… Hasta hoy guardo aquella crítica demoledora como un premio, y jamás se me ha olvidado la recomendación de mi amigo.
Lo recuerdo así, regalando consejos a todos, sin poses de maestro, en onda «socio»; nunca dictó conferencias ni publicó sus memorias en un manual, no solo por modesto y sencillo, sino, creo yo, porque ¿de qué tamaño tendría que ser un libro que pudiera incluir todo lo que Virgilio sabía?