En la esquina de Galiano y San Rafael, conocida entonces como esquina del pecado, antes de edificarse en ese lugar la tienda Flogar, había un amplio café a la española con mesas de mármol y ventiladores de techo. Durante el día la concurrencia de clientes era enorme, pero al cerrarse las tiendas, rondaban por ahí unos pocos parroquianos.
Amante de las tertulias, mi padre encontró en tan apacible y céntrico sitio, el ambiente ideal para sus reuniones nocturnas. De profesiones diversas, los concurrentes habituales coincidían en la irrenunciable vocación de soñadores. Segundo Ceballos, más tarde directivo del Banco Nacional, era un economista con preocupaciones trascendentalistas, interesado en galaxias y extraterrestres. Herminio Almendros llevaba sobre sí el dolor de España y la nostalgia por la familia quedada del lado de allá. Muy joven para aquel grupo de hombres maduros, Antonio Núñez Jiménez hablaba de su pasión por la geografía y de sus aventuras de espeleólogo.
De cuando en cuando, aparecía Raúl Ferrer. Mi padre lo llamaba cariñosamente «el maestro de Yaguajay», porque allá tenía su escuelita y venciendo las dificultades de toda índole, se realizaba en el ejercicio de su profesión. Los problemas de la educación eran su tema obsesivo. No lo abordaba a la manera de Almendros, más inclinado a definir conceptos de pedagogía contemporánea. Lo suyo era la práctica concreta en un aula campesina multígrada.
Entregado como militante a la causa de los humildes, forjaba conciencias y sembraba valores a través de respuestas concretas a los problemas concretos. Contaba que muchos niños no iban a clases por falta de zapatos. Raúl Ferrer no podía afrontar los grandes problemas de la nación, pero apeló a una solución hetero-
doxa. Estableció como norma que había que entrar descalzo al aula. Aplicó la medida a todos, incluido el mismo maestro. Entonces, la instrucción alcanzó a los más humildes.
Por lecciones como aquellas, Raúl Ferrer demostraba su estatura de pedagogo y de discípulo de José Martí. En la precariedad suma, el maestro cruzaba fronteras para juntarse con los pobres, demostrar que las jerarquías verdaderas no se reconocen en las ropas y que la salvaguarda de las esencias se impone por encima de las formalidades.
Frecuentó desde antes del triunfo de la Revolución los medios intelectuales y políticos capitalinos, pero nunca tuvo a menos presentarse como lo que era ante todo y por encima de todo, un maestro de primaria en una escuela rural de Yaguajay. Sin abjurar nunca de su condición sustantiva, comunista de siempre, no fue sectario. Trabajó con Armando Hart en la alfabetización. Implementó después el seguimiento. Logró que hombres y mujeres curtidos por la vida en campos y ciudades, vencido el horario laboral, estrenaran pupitres que les resultaban muy pequeños. Había aprendido del Maestro a creer en el mejoramiento humano. De esa aspiración hizo su razón de ser. Su ejemplo se integra a lo mejor de la tradición pedagógica cubana.