Un día la utilizaron para luchar contra los soviéticos en Afganistán. Eran tiempos de la Guerra Fría. Luego, con el derrumbe del campo socialista en Europa del Este, Estados Unidos se quedó sin el enemigo que justificara su desmedido belicismo de Imperio global. Entonces Al-Qaeda, su colaborador, se convirtió en el objetivo a rastrear por todo el mundo. Habían derribado las Torres Gemelas, y eso era una amenaza a la seguridad nacional, dijeron en Washington. Todo fue un montaje.
La amenaza existía, pero no esa. Lo realmente amenazante para el poder empresarial-militar norteamericano era que tendrían que depender mucho más del petróleo del Medio Oriente, y de cuanto lugar tuviera esa riqueza, si no querían echar mano a sus reservas. Por eso, llevaron la guerra contra el terrorismo a Iraq, Afganistán, Somalia, Sudán, Nigeria, Libia…, todos ricos en hidrocarburos o con posiciones geoestratégicas envidiables.
Pero en otros lugares, aquel «enemigo» volvió a ser amigo. Es el caso de lo que acontece en Siria. También ocurrió en Libia. Estados Unidos vio en los terroristas de Al-Qaeda, una vez más, a los aliados que le podían facilitar sus objetivos.
Recientemente, varios medios de comunicación árabes revelaron que un líder de la rama de Al-Qaeda del sur de Yemen acordó con Estados Unidos y Arabia Saudita —dos de los más fuertes impulsores de la campaña antisiria— el envío de 5 000 hombres de su grupo a la nación levantina, con el objetivo de unirse al denominado Ejército Libre Sirio (ELS), una banda paramilitar antigubernamental, que ya cuenta en sus filas con un buen número de colaboradores de Al-Qaeda.
Quien negoció con los norteamericanos y sauditas es Tariq al-Fadhli, un militante yihadista colega de causa de Osama Bin Laden, quien comenzó su trabajo para Estados Unidos con la CIA en 1979, en Afganistán, y fue asesinado el año pasado por un comando de operaciones especial de las fuerzas SEAL estadounidenses, al inculpársele de ser el autor intelectual de los atentados contra las Torres del World Trade Center, en Nueva York.
Para Yemen, Al-Fadhli es «uno de los terroristas más peligrosos del país». Hijo de un jeque de la antigua posesión británica de Yemen del Sur —en ese momento conocida como Unión del Sur de Arabia—, recibió entrenamiento en Peshawar, Paquistán, antes de partir a Afganistán, dispuesto «a buscar recompensas de Dios», según sus palabras.
Al-Fadhli también participó en la guerra separatista en 1994 entre el norte y el sur de Yemen, y apoyó a los partidarios del ex presidente Ali Abdullah Saleh contra las Fuerzas del Partido Socialista yemenita. Luego se pasó al bando de los secesionistas.
Cuentan los reportes que el contingente de 5 000 hombres de Al-Fadhli ya abandonó la región de Abyan, en el sur, y están camino a Siria, a donde deben entrar a través de las fronteras de Iraq y Turquía, con la ayuda de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de Estados árabes del Golfo Pérsico, que en estos momentos están pagando los salarios al ELS.
El vicepresidente del Partido Laborista turco, Bulent Aslanoglu, confirmó que la CIA —la maquinaria estadounidense de espionaje y desestabilización— reclutó a unos 6 000 hombres de nacionalidad árabe, afgana y turca para infiltrarlos en Siria, con la orden de cometer actos terroristas.
Si en un principio del conflicto sirio muy pocos medios de comunicación reseñaban la presencia de estos elementos en las bandas antigubernamentales, hoy es una verdad ineludible en el concierto mediático internacional. Es imposible cerrar los ojos ante el incremento de esta turba de mercenarios, que no son simples soldados ejecutores de órdenes dentro del ELS, sino que tienen rango superior.
El diario británico The Guardian, por ejemplo, reveló que los combatientes de Al-Qaeda estaban al mando de los denominados rebeldes y les enseñaban cómo construir bombas.
Es un torrente terrorista lo que está llegando a Siria a través de sus porosas fronteras. Ello explica, junto a la cantidad de armas y el financiamiento que reciben del exterior, cómo las pandillas del ELS están presentes en tantas ciudades.
La situación del país es cada vez más explosiva, y no se calmará aunque Washington y sus aliados europeos y árabes logren derrotar a Al-Assad. Así lo pronostica una Libia sumida en la violencia crónica, después de la guerra donde la OTAN contó también con los aliados terroristas. En Siria, por su posición geográfica en una región sumamente conflictiva, sería mucho peor. Eso lo saben los yanquis, lo han dicho algunos de sus jefes militares, pero corren el riesgo porque salir de Al-Assad es más urgente.
Después, quizá el «amigo» de hoy vuelva a ponerse el disfraz de «enemigo». Y así la guerra no tiene fin.