¿Quién descansa, la entidad o el trabajador? En una unidad de servicios, cuando llega el horario de almuerzo o concluye el de atención al público de un empleado y existen clientes a la espera, ¿quién debe descansar? ¿este o la unidad?
Semanas atrás fuimos testigos de cómo en una terminal de ómnibus se aproximaba el horario de cierre. Era un fin de semana. Es verídico que el horario, conocido por todos desde hace mucho tiempo, indicaba el final del servicio a las 12:30 p.m. Cierto que la expedidora de pasajes brindó el servicio 50 minutos pasada la hora del cierre e incluso, como lo demostró documento en mano, comprometió un turno médico con su hijo pequeño.
Pero también es verdad que un grupo grande de personas quedó sin recibir el servicio, pese a la urgencia que muchos mostraban. Ante este ejemplo pudiéramos preguntarnos: ¿por qué, si se conoce que este problema existe, no se pensó en otras alternativas que garantizaran la plena satisfacción de los usuarios como, por ejemplo, extender el horario de venta, colocar más expedidores o asumir cualquier otro cambio que permitiera atender a un número mayor de viajeros? ¿Qué impide adoptar tales iniciativas? ¿Qué responsabilidad con ese reanálisis del servicio, vital para llevarlo a la excelencia, tienen los trabajadores de allí?
Junto a las molestias causadas y la demostración de cuánto nos falta para atender a plenitud a los clientes, el suceso también corroboró que cuando se obvian las necesidades de estos se pueden generar pérdidas financieras para la economía.
El esposo de una colega, quien nos acompañaba en ese momento, observó con detenimiento el conglomerado que se dispersaba después del cierre de la ventanilla, y en una elemental operación de estimado económico demostró la cuantía de pérdidas para el sector del transporte.
De acuerdo con su cálculo, de haberse continuado con la venta, y haberse atendido a 15 personas que deseaban viajar entre el occidente y el centro de la isla y tasando el pasaje a un promedio de 80 pesos, la unidad probablemente hubiera ingresado en unos minutos unos mil pesos, cifra que se evaporó pese a que había personas solicitando el servicio...
Volviendo a la relación calidad-cliente, lo ocurrido en la terminal pudiera extenderse a un largo listado de instalaciones y sectores, donde afloran situaciones similares con la consiguiente carga de molestias.
Es cierto que por muchos años tales casos estuvieron vinculados a una estructura económica que jerarquizó el verticalismo y constriñó la autonomía de las entidades, lo cual conllevó, entre otras consecuencias, a que la demanda y las necesidades de la población se entendieran de una manera uniforme y sin percibir a carta cabal la diversidad como uno de sus elementos vitales.
Ahora, cuando el país actualiza su modelo económico y suelta viejos lastres, la ausencia de una cultura arraigada de atención eficiente, que tenga al cliente como centro de las prioridades, coletea como un símbolo de la rémora que puede entorpecer a nivel de base cualquier iniciativa por lograr que economía y servicios se den la mano de un modo armonioso.
Habrá que insistir una y otra vez en esta verdad: no es coherente con los cambios que gradualmente se van incorporando en nuestra economía y sociedad que existan centros que procuren la eficiencia y no sean capaces de adaptarse para satisfacer las necesidades cambiantes de sus consumidores.
El viejo y nunca cumplido eslogan de que el cliente siempre tiene la razón pugna por tener nuevas connotaciones en la actual coyuntura económica y social de Cuba.
En la actualidad esa frase se convierte en una de las advertencias más preclaras de cuál debería ser el rumbo para medir la verdadera eficiencia del servicio que se presta. Si usted lo duda, mírese en el espejo de la terminal. La imagen es elocuente.