Alguien me había alertado de que me asombraría al verla por vez primera, de que sus poses y pensamientos impacientes, a pesar de la edad, me provocarían un sentimiento de alegría pura, gracias a esa gentileza casi inadvertida por ella, casi heredada desde el campo de la cuna, con la que logra desprenderse de sí y entregarse a cada rato en la delicada exactitud de sus gestos, pródigos en encantos humanos.
Cuando me aventuré finalmente a conocerla, allá en su vieja casona del poblado camajuanense de Vueltas, hace ya unos meses, en una de esas tardes que llegan con la advertencia incómoda de un repentino aguacero, aquella mujer, a la que contrariamente imaginaba —no sé por qué— investida por una delgadez extrema y una estatura mayor que la mía, me recibió espléndida en el portón de su morada.
No tuve que presentarme para que me dijera, con su agradable sobriedad y ese acento finísimo que la caracteriza, «adelante, periodista, adelante que esta también es su casa». Y sin darme tiempo a acomodar la grabadora y la libreta de apuntes sobre la mesa, me trajo, con la humildad humeante todavía, el atento buchito de café de la gente chévere, ese que, cuando se puede, le brinda una imagen más criolla a nuestras bienvenidas.
«Aquí están las cartas, muchacho, aquí están todas», me hace saber trayendo a mi evocación inmediata el rostro genérico de una abuela tierna que desea revelar al nieto ya crecido, su mayor tesoro. Con manos de madre va acariciando cada uno de los pliegos, va confiriéndoles un orden impresionante a esas amorosas misivas que le han devuelto la expectación y el desvelo a las armónicas costumbres de sus años altos.
Hace más de un lustro, aquellas primeras letras de Antonio, ese Guerrero cubano que en la penumbra de una cárcel inmerecida ha sabido darle legítima libertad a su poesía y sus pinceles, marcaron la otra edad de esta imperturbable sexagenaria, toda pasión por lo que piensa, que desde entonces busca y persevera, aúna y aproxima, abriga y despabila afectos por el bien en el cotidiano y cíclico concierto de quienes le rodean.
En la anchurosa geografía de un calendario en extremo proporcionado y creativo, sus meses se cuentan de cinco en cinco, hasta completar los 12 que conforman un año, uno y otro, y todos los que sean necesarios para acabar con esa terca injusticia que ha quebrantado tantas historias de amor y mimos, y tantas noches soñadas en familia.
«Haremos ver que somos un camino/ atravesando sombras de los nuestros,/ que somos una estrella y una sierra con definidos rasgos y conceptos./ Haremos ver que somos invencibles,/ que siempre sale el sol por el valiente./ No importa que lo acechen y lo encierren, que le dejen la piel sin otras pieles».
Acariciando la certidumbre de esos versos amigos de Antonio Guerrero Rodríguez, y con la alentadora lectura de las líneas que recientemente recibiera de Gerardo Hernández Nordelo, Edelmira Marrero ha embridado una maternidad singular y cubanísima desde su genio de mujer estrella, desde ese firmamento de la cordialidad que ha conquistado con el ánimo de la iniciativa y la palabra compartida entre todos, buscando por aquí, creando por allá, haciendo lo querible.
No se equivocó quien me advirtió de sus fascinaciones mucho antes de que la conociera. Ahora que la he visto desandar itinerarios entre edades diversas y sé en lo que cree y vive convencida, apuesto porque otras, como ella, también caminen despertando hoy, a lo largo de Cuba, tan admirables «asombros».