«Sabía que iba a ser el campeón de la carrera porque nadie se preparó mejor que yo; además, tengo condiciones físicas excepcionales».
«Nuestra gira internacional fue un éxito rotundo. Nos presentamos en Los Cotuntos, La Pedrada, Pozo Cuadrado, Bola del Medio y Huevo Rancio, y la acogida del público y de la crítica en todos los escenarios resultó fabulosa… lo nunca visto».
«Esta primera novela mía titulada El plátano burro y los burros aplatanados conjuga de manera magistral ficción y realidad. Enseguida se agotó en las librerías del país. Ahora estoy preparando la segunda parte, El suspiro del fongo, que promete muchísimo y en la que ya están interesadas varias editoriales del continente».
Estos son solo tres ejemplos ¿irreales? de ese bichito que de vez en vez despunta en nuestra cotidianidad para carcomer la humildad y la sencillez, dos losas que no deberían faltar nunca en el piso firme de los seres humanos.
Pudiera llamarse autosuficiencia, inmodestia, vanagloria, alarde, charlatanería, engreimiento o petulancia. Pero de cualquier modo implica un «yoísmo» acuchillador de la virtud y un «parlanchismo» exagerado.
Todo tipo de pedantería resulta nociva, mas la peor acaso es aquella que se amplifica a los cuatro vientos —como sucede con cierta frecuencia— por canales de alcance masivo. Aquella que intenta demeritar a voz rajada el esfuerzo de otros poniendo al ego en primera fila, se hace más perniciosa porque, al ser captada por millones de receptores, puede convertirse en patrón diario.
No ha de aplaudirse jamás al atleta que derrote a otro y después vocifere que él conocía el resultado de antemano; ni al intérprete que se alce con un premio en un certamen artístico y luego diga sin sonrojos que se hizo justicia al talento; ni al estudiante que exponga sin preguntárselo: «yo fui el mejor de mi grupo, yo fui el único que aprobó, yo… yo…».
Al respecto, el ensayista español del siglo XIX Juan Donoso Cortés escribía que nada sienta tan bien en la frente del vencedor como una corona de modestia. Sin embargo, en estos tiempos esa corona parece haberse llenado en ocasiones de fanfarronadas y bullicios.
Hay quienes hasta aprueban la autosuficiencia —quizá inconscientemente— planteando que existen los «autosuficientes suficientes» y esos merecen el crédito y la justificación a contrapelo de los «autosuficientes insuficientes».
Tal vez eso también ayudó a que la plaga haya crecido ahora más que ayer. Porque casi no tengo dudas: hoy, a escala social, deben existir más charlatanes que en épocas en que la instrucción y la cultura eran, en hipótesis, menores.
He ahí otro de los peligros: que el mal se propague y penetre en los nervios sociales hasta que algunos de los éxitos anquilosen la vida. Recordemos que la autosuficiencia genera en sí misma un sentimiento de superioridad y, por consiguiente, poco afán de dejar atrás los defectos y vicios.
Y engendra la filosofía de creerse infalible de faltas y desprovisto de dudas, esas que tanto se necesitan en cualquier circunstancia para crecer y progresar. La autosuficiencia, en fin, fecunda espejismos y ocasos porque, como decía un duque ibérico de siglos pasados, cuando «uno empieza a sentirse autosuficiente comienza a sembrar su decadencia».