Mi padre me ha enseñado las cosas más importantes de mi vida. Me leyó las cartas de Martí a María Mantilla, para que recordara siempre que «mucha tienda, poca alma», y que «quien lleva mucho adentro, necesita poco afuera». Hizo que aprendiera el ritual de la cena en familia, y a usar el tenedor en vez de los dedos; a recoger las hojas del almendro del patio, después de haberlas regado; a nadar y a bailar, a conversar y a disentir.
Me convenció de que estar sano resuelve casi todos los problemas, y que la foto más linda el día de mis 15 años, fue la que él me tomó medio dormida esa mañana en la cama.
Mi padre me advirtió que no debo estorbar en los lugares públicos, ni gritar cuando me ataque el pánico; que es preciso buscar en la gente detrás de los discursos, y obviar todas las miserias antihumanas. Ahora, que ya tengo 23 y él sobrepasa el medio siglo, me sigue acompañando cada día en mis malas ideas y mis buenos errores.
Una vez, cierto profesor de Periodismo orientó redactar un texto con el título ¿Cómo matar a mi papá?, breve, en unos minutos. Allá fuimos entonces, a tratar de explicar de un tintazo la inexplicable forma en que cada uno de nosotros podía quitarle la vida a tan sagrada persona. Casi sin percibirlo, o tener una idea muy clara de lo que iba a hacer, yo escribí:
«Eduardo es un hombre bueno. Ya se está quedando calvo y las canas son muchas. Tiene la mirada larga, como la nariz, y el aliento infatigable de su empeño no envejece. Su mayor tesoro en la vida es su hija: Eli. Ambos han descubierto el punto idílico donde convergen sus ideas y corazonadas. Hasta comparten con júbilo esa complicidad sencilla de que sus nombres empiezan con E, y juegan a veces a quién logra hacer la mejor firma.
«Hace muchos años que él dejó de preocuparse por su vida propia para velar por la de ella. Tienen defectos y cometen errores, pero no importa: Eduardo y Eli se aman. Para él no hay nada más importante que ella: su felicidad, sus deseos, sus sueños… Para ella, su papá será siempre ese “mago de Oz” que todo lo puede, en quien puede confiar incondicionalmente.
«Ellos se admiran, se ayudan a vivir. Disfrutan las horas juntos y también las que están separados, porque se recuerdan constantemente, con esa alegría o tranquilidad interior que uno tiene cuando sabe que no está solo, aunque esté lejos. Están seguros de que mientras existan no hay nada que pueda vencerlos. Se tienen, y eso es suficiente. Eduardo posee una fuerza tal para enfrentar la vida, que ni la propia muerte en persona podría acabar con él. Su espíritu es invencible.
«A pesar de que los años van cayendo sobre sus huesos, nada que Eli hiciera podría destruirlo. Solo hay un temor constante bajo su paso seguro: que ella le falte. Si alguna vez no estuviera, él también dejaría de andar. Y aunque lo sigan viendo caminar por las calles, su aliento, entonces fatigado, habrá perdido el empeño y la nobleza».