Cuando su nombre repica en cualquier espacio, las ortigas se aplacan, los inciensos ascienden y los versos espontáneos burbujean con magia no fortuita.
Qué manera tuvo y tiene esa mujer —que pudo llamarse Cielo— para raptarnos, sin pretenderlo, el alma desde la primera sílaba. Qué modos más naturales asumió para seguir haciéndose golondrina venerada, incluso 92 mayos después de su nacimiento en Media Luna, poblado que gracias a ella fue y es Luna entera.
La gran novela real de Celia Sánchez Manduley está llena de pequeñas novelas. Cierta vez, luego de yacer en agresivo marabuzal con el fin de evadir una persecución, hubo de sacarse mil garfios de la cabeza y el cuerpo. Fiebres y dolores padeció. Miró su piel sangrar por varios lados. Y sin embargo, jamás la duda le invadió el alma.
En otra ocasión se vio obligada a doblar rauda esquinas de calles conocidas. Y el plomo a sus espaldas, con su nariz de muerte. Pero la serenidad no abandonó su anatomía.
Un día de 1953 subió con Martí a la cresta más alta contándole sus sueños y diciéndole al oído: «Espérame, pronto estaré contigo». Cuatro años más tarde se convirtió en la primera en Cuba con ropa verde olivo y volvió, desde la montaña, a mirar los ojos del Maestro.
En un tiempo por Manzanillo, Media Luna, Pilón… fabricó bromas tremendas como la de esconder una prenda a un familiar; o la de colorear un caballo y asustarlo junto a sus hermanitas hasta que este entrara desbocado a un bar cualquiera.
En una era supo recolectar hormigas y lanzarlas al bolsillo de un varón vanidoso, acostar a una niña de meses en una tabla de planchar, hacer piruetas en una avioneta junto a un amigo y manejar un auto a velocidades que levantaban polvos.
En una época conoció el fracaso amoroso y la tristeza por los afectos no cumplidos, la misma época en que se rebeló porque no entendían su caligrafía embrollada. Y siguió la vida con optimismo, mirando más los verdes que los grises.
Alguna vez se quejó porque quería irse a México y regresar en un corcel blanco para hacer la otra guerra necesaria. Mas le dijeron desde suelo azteca: «Necesaria eres en la isla quejumbrosa». Y así fue como pudo salvar, con una red armada en los silencios, a los dispersos de un naufragio guerrillero y empezar a armar de nuevo a un rebelde ejército.
En más de una ocasión se enfrentó al soldado de bota parricida. Y otras tantas alentó al de piel de paloma esperanzadora.
Muchas veces puso su hechizo en los lugares más rurales o céntricos: la Comandancia General de la Plata, el Parque Lenin, el Palacio de Convenciones, los trillos de la Sierra.
¡Tantas veces atendió las quejas de los afligidos, o de aquellos que esquivaron los burócratas, o de los que, en recónditos parajes, se sintieron alejados de los afectos!
Incontables días fue, como dijera Eusebio Leal, no la sombra de Fidel sino la luz para Fidel, atenta siempre a los detalles más decisivos del Estado o a las tareas menos públicas.
Un día fue diputada, muchos otros, bastón del campesino, referencia de sus semejantes, verdad de un pequeñuelo, cuerda del violín de una nación entera.
Un día de enero dicen que, como todos, partió. Pero… ¿será cierto? Hay tantos que la han visto en una planta trepadora empinándose hacia lo celeste. Hay tantos que la han visto transfigurada en mariposa, jamás exánime, nunca en catafalco. Hay tantos que la han mirado en una ola, arrimada al tallo del cafeto, a la garganta de la Luna, a la colina de un poema. La han mirado imprescindible, curando los almendrales, tocando manantiales. Siempre viva como en mayo, siempre historia verdadera, siempre Celia.