Las señales brotan más claras que nunca, y desatan un sinfín de comentarios cada vez que aparece un caso sobre los acogidos al negocio de vivir de los pesos de la caja estatal.
En la sabia tribuna de la calle las acotaciones van desde la sorpresa hasta la incredulidad, lideradas por el «¿cómo fue posible?» o el «¿quién lo iba a decir?», y después el contundente razonamiento de que sin control tampoco habrá país.
Luego que los casos se destapan, y los infractores son puestos a disposición de la justicia o ya sancionados, si alguien piensa que es intocable está francamente de ingreso en un manicomio. Recordemos la expresión cubanísima de que si ves las barbas de tu vecino arder, las tuyas en remojo has de poner.
Lo deben tener bien presente quienes todavía pueden andar por ahí, agazapados, cobijando su buena vida en las grandes marañas y en la creencia de que jamás los podrán descubrir —en lugar de preguntarse qué falta por hacer para sumar brazos al trabajo creador y a la producción de más bienestar—, hasta que el día menos pensado amanecen ante el tribunal de la conciencia colectiva.
Ha echado raíces en algunos la idea de que las acciones contra la corrupción son una cruzada más y que las aguas «volverán a su nivel», y no toman en cuenta la decisión resuelta del país de acabar con ese peligroso mal.
A esos les bambolea el juicio, y además no acaban de digerir que la corrupción es tan lesiva al país como la contrarrevolución. La comparación no es fortuita. Quien se corrompe es porque procuró a toda costa su bienestar y puso a un lado la suerte común. Sus actos no solo aclaran que no tiene disposición a arrostrar los sacrificios que encaran los demás, sino que estima en poco o nada la confianza que el pueblo, a partir de su Estado, depositó en ellos para cumplir sus tareas; confianza que es pilar y asiento de su autoridad. Minar ese concepto es inadmisible, de ahí que la lucha contra ese flagelo no puede ser pasajera.
Con esa claridad lo advirtió Raúl cuando, en diciembre último, alertó durante las sesiones del Parlamento que la corrupción es hoy uno de los principales enemigos de la Revolución, mucho más dañino que la actividad subversiva e injerencista del gigante de la Siete Leguas y sus aliados dentro y fuera del país. Dentro del marco de la ley —recalcó— seremos implacables.
Recordemos, además, a Gladys Bejerano Portela, contralora general de la República, cuando manifestó a este diario una verdad rotunda: Ningún acto de corrupción sucede en un día, mas si con la participación de los trabajadores ejercemos un control real y sistemático sobre lo que hacen esas personas que un buen día se pusieron precio y decidieron canjearse, no las dejaremos a su libre albedrío y se puede minimizar ese comportamiento indigno y los daños que ocasiona.
Obviamente, el dinero nubla el razonamiento de ambiciosos sin pudor o de aquellos que se sienten intocables, zambullidos en un lodo dorado hasta un día en que, más temprano que tarde, van a parar detrás de las rejas.