Hay un borde donde la esperanza y la tenacidad se dan como prodigios, y donde La Habana tiene sus labios para besar al mundo. Ese es el Malecón, espacio acariciado por el mar y que tanto ha deslumbrado a poetas, visitantes e hijos legítimos de Cuba.
Desde el muro se han visto crepúsculos inolvidables. Y desde él se han lanzado flores y preguntas a las aguas; se han vivido abrazos; se han tejido sueños; se ha cantado; se ha hecho magia.
Así será hasta el final de los tiempos. El muro pardo no dejará de sostener los ímpetus de familias enteras, de enamorados, de amigos que van tras el vaivén de las olas buscando consuelo, algún secreto que solo el arrullo conoce, algún alivio para volver tras los pasos, ciudad adentro, hacia calles desde las cuales no se podrá avistar una buena puesta de sol.
Los pescadores quizá sean, sobre el muro, la más viva y graciosa estampa de la espera y el esfuerzo. Rasgan la frialdad del amanecer o el polvillo dorado de las tardes para probar suerte con lo que traerán las olas. Lanzan sus carnadas del buen augurio, y el tiempo se les va como el agua, sin cansancios, y la respiración termina confundiéndose con los espasmos marinos.
«Vas a ver… vas a ver…», dicen tozudos y alegres, porque sobre el Malecón, ensanchada el alma, no se puede pensar sino en grande.
En la temporada de mi juventud más tierna el Malecón fue línea fascinante desde la cual percibía quieta mi mundo interior. Iba hasta allí llevada por mi novio de la universidad. Parecíamos plantar bandera en una de las columnitas donde poníamos libros y abrigos. Era una fiesta breve, pero intensa, intentar subir al muro, y también descender de él, siempre ayudándonos mutuamente. A veces nos daba por caminar sobre el lomo pardo; pedíamos permiso en una travesía que solo terminaba cuando encontrábamos el mejor de todos los espacios. Algo me embelesaba de aquella respiración marina que toca a las puertas de La Habana, a la cual le pedía en silencio un montón de consejos.
No olvido una ola enorme que nos empapó sin anunciarse, y muchos menos los secretos compartidos mientras intentábamos desmenuzar aquella vida nuestra que —ahora me doy cuenta— solo estaba comenzando.
Por alguna gaveta hay un manojo de fotografías como prueba de aquellos días que no vuelven. La vez que mi novio adolescente apretó el obturador para atraparme bajo un cielo perfecto, de esos que solo se ven en las postales, advirtió que solo nosotros seríamos testigos del salitre y la complicidad de aquella tarde.
Y así ha sido: solo yo sé —y él, que ya no está— cuán inocente fue nuestro cariño, y cuánto ánimo enamorado, cuántos sueños dibujados por la palabra de cara al mar se llevó la brisa a lo profundo de las aguas.
Entonces, cuando no sospechábamos las sutilezas, frialdades y espejismos del mundo adulto, el Malecón era verdad, era techo, monte, y a veces el mejor refugio. Era nuestra compañía mansa, amigo fiel, y alivio de las urgencias paridas por lo profundo de la urbe.
«Hace no sé qué tiempo ya…» —como diría el gran poeta— que no me regalo unas cuantas maravillas, entre ellas, sentarme sobre ese borde mágico de la ciudad a desgranar mis penas y alegrías. Solo le veo a distancia, cuando me llevan aprisa por la avenida, camino a otros asuntos. Pero siempre le dejo un suspiro, una reverencia callada que le hace justicia. Debe saber que el día menos pensado vuelvo a subirme a su altura de portentos para tomarle la respiración al mar, para aquietar las ansias, y para orear —además de las que van naciendo— todas las ilusiones que han quedado ilesas.