Situado ante el imperativo de discernir la preferencia entre la fama y el prestigio, no queda de otra que sopesar qué puede satisfacer más: si el brillo y las luces concentradas sobre uno, colocado en el centro de la visibilidad pública, o contar con el sólido resultado de un obrar ético, riguroso y disciplinado, sin aspavientos.
Por lo pronto la fama casi siempre se acompaña de un condicionante distintivo, y sobre todo esclarecedor, porque puede ser del tipo de «las bien ganadas» o de las «de triste recordación», en dependencia de los actos por los que merecieron alcanzar esa suerte de elusiva y mistificada cumbre que a tantas personas subyuga de modo superficial y a veces hasta irracional.
Hay famas incuestionables como, por ejemplo, las que se ganaron deportistas por sus rendimientos consistentes y marcas impuestas, pero que a la larga alcanzaron después de transcurrir por una senda de consagración y sacrificio durante duras e interminables jornadas de entrenamiento. O la de artistas que a fuerza de talento y sobresalientes aportes creativos dieron en el blanco de sus audiencias hasta el punto de que estas los mantuvieron entre sus preferencias.
Hay quienes se hicieron justamente famosos a causa de trascendentales descubrimientos científicos o invenciones, o porque salvaron vidas en hazañas heroicas y por otras muchas razones valederas, que la sociedad reverencia con toda justicia. Loados sean.
Pero también existe la fama efímera, a veces casual, que se disuelve como pompa de jabón, o se desploma como castillo de naipes, a diferencia del prestigio, que es equivalente a un edificio que con sólidos cimientos se va levantando ladrillo a ladrillo, y se torna indestructible, salvo por una insólita implosión, y en ese caso ya nunca más tendrá remedio. Tal vez la fama vaya y venga; el prestigio bien fundado, por el contrario, tiende a tornarse perdurable, deja huellas ejemplarizantes y genera autoridad legítima, verdaderamente respetable.
Por alcanzar cualquier fama, no pocos aberrados en este mundo han cometido hasta crímenes masivos y seriados, con tal de que los cintillos de los diarios y las pantallas audiovisuales los arropen, en sociedades donde se potencia ese encumbramiento mediático a cualquier precio, desde el momento en que allí se alienta la ilusión de falso estrellato, basado en estridencias sensacionalistas, escándalos y pillerías de toda laya recreados hasta el aburrimiento como si de un modelo a imitar se tratara.
También se fabrican famosos y famosas con fines políticos, cuando medios de gran alcance, en servidumbre del poder imperial, levantan figurillas de barro, carentes en lo absoluto de prestigio, en todo caso puros mercenarios, gracias a un continuo e intencionado reflector proyectado sobre sus cabezas, mientras satanizan y silencian las mejores causas, en una conjura distorsionadora de largo alcance.
Hay que mantenerse prevenido, seguir distinguiendo lo valedero de lo superfluo y banal, lo pasajero de lo portador de valores esenciales. Tal vez lo ideal sería que siempre la fama descansara en el prestigio.