De las diversas definiciones de política he preferido aquella que se deriva de la etimología griega de polis, ciudad, con lo cual puede articularse el concepto de que política es la ciencia —¿arte?— que se ocupa de los asuntos de la comunidad. Es decir, la política no es solo un programa, aunque lo enuncie, ni un lenguaje, aunque lo hable, ni una profesión de fe, aunque a veces la repita, ni una consigna, aunque por momentos se defina con una frase. Ni es un proceso de elecciones entre discursos, pasquines y promesas.
Posiblemente sea todo ello junto. Pero según mi modo de enfocarla, la política es un conjunto de actos que responden a una actitud esencial: la de servir. Ninguna palabra es efectiva, convincente si en un momento dado no se convierte en acción, en obra a favor de la sociedad. Y cuando nos recomiendan ser políticos, nos sugieren adecuar la política a las circunstancias o al medio. Porque, a fin de cuentas, la política establece relaciones y compromisos entre los ciudadanos en general, y entre gobernantes y gobernados.
En ese punto, me desvío. Y me detengo en los que asumen la política separándose de sus objetivos primordiales en una sociedad como la nuestra, donde la política, por exigencias de los fines que proclama y componen su programa socioeconómico, se fundamenta en el consenso. En Cuba, hasta la calidad y la distribución del pan tienen un ingrediente político. Y cuanto se decida en los órdenes de gobierno o administración tendrá, pues, que reparar en quiénes podrán ser perjudicados y en qué hondura.
En efecto, es obvio entre nosotros. Pero tal vez no lo sea tanto el que para servir en nombre de la política, en Cuba, no solamente se necesitan hombres y mujeres que se identifiquen con principios y propósitos políticos, y que asientan ante las encomiendas y planes, sino, fundamentalmente, actúen y sepan decir sí cuando es sí, y no cuando es no. Lo demás, la disciplina que se ampare en el silencio equivale al ajiaco donde hierve y deriva la apropiación política hacia una especie de doble moral. Esto es, según sabemos, decir creo y actuar haciendo todo lo contrario.
Estoy renuente a que se me salga ahora el tono normativo que tanto rehúyo. Hoy, particularmente hoy, necesitamos de una política que, por concebirse y elaborarse como ciencia y arte de los asuntos y problemas de la sociedad, esté apta para cuidar de sí, y se blinde ante las acometidas de la distorsión y las negaciones. Necesita, pues, un programa de antivirus cuya dificultad radica en que si los «chips» digitales obedecen a las nuevas tecnologías, cuando se trata de política nos referimos a seres humanos, con pensamiento y voluntad reacios o cambiadizos, marcados por la rigidez o por normas unilaterales. Por tanto, el antivirus de toda política, general o local, teórica o práctica, radica en la crítica, filosa e impertinente mirada exterior e interior…
Según mi parecer poco avezado, y avisado, toda política que se estime verdadera no ha de temer a la crítica. Al contrario, la urge como modo de preservarse mediante la reflexión y el criterio dialécticos. Y ya finalizando esta nota de opinión, que no de denuncia, y después de meditar en mis dos últimos artículos sobre la intransigencia, y tener en cuenta atinados pareceres de muchos de cuantos comentan lo que escribo, más que intransigente, prefiero ser consecuente.
Hasta en la defensa de principios humanísimos, creadores la intransigencia podría resultar dañina —y permítanme retomar un tema conocido, para lograr una conclusión aceptable—; dañina, porque la experiencia confirma que la negatividad absoluta obstaculiza el análisis dialéctico de los errores o de lo obsoleto y disfuncional en la aplicación de los principios.
Pienso, pues, que para ser efectiva la política empeñada en construir relaciones sociales justas, con la persona en el centro de sus afectos y efectos, ha de ser, más que intransigente, consecuente. Y no les ofrezco un juego de palabras. La intransigencia podría cerrar la salida a las soluciones; la consecuencia, en cambio, dispondrá las soluciones para salir de este o aquel laberinto cerrado, sin que la ceguera, la cólera o la petulancia nos debiliten mientras creemos estar protegidos.
Ah, les informo que esta es la última columna del año. Nos veremos en el próximo. Ojalá que consecuentemente procuremos la felicidad siendo útiles.