Ahí están los atletas derrochando coraje, impregnando vida al espectáculo deportivo, que jamás existiría, con esa magnitud plural, sin su protagonismo.
Muchos, muchísimos, están allí sobre las pistas, canchas, piscinas, gimnasios y cuadriláteros de boxeo, conscientes de que nunca clasificarán para participar en las finales de la disciplina en que compiten.
Van en pos de la meta ansiada, pero son conscientes de que solo un milagro les podría abrir las puertas de la gloria.
Lo saben también sus entrenadores, que conocen los mejores tiempos de las diferentes especialidades o las marcas. Y quiénes lideran, por supuesto, en los deportes colectivos.
Con tanta tecnología aplicada al deporte nada hay oculto, todo se conoce y se va prácticamente al seguro. Y casi nunca ocurre ese suceso extraordinario de que un desconocido bata a los favoritos.
La grandeza de estos atletas que saben, de antemano, que no tienen consigo todas las de ganar, estriba en esa entrega, en su esfuerzo descomunal para ofrecer virilmente la mejor resistencia a la superioridad de sus contrarios y caer, sí, pero dejando una corajuda impresión que motiva el aplauso y la simpatía de todos.
Aun así, ante la derrota, tampoco pueden evitar las lágrimas, los gestos de pesar y la contrariedad que aflora en sus rostros como signo de vergüenza.
Ante esa imagen repetida por estos días en la transmisión televisiva, casi todos —me atrevo a arriesgar— tuvimos un reconocimiento para aquellos que se quedaron en el camino, los que incluso perdieron en su primera presentación.
Estos atletas que nunca aparecerán en el medallero ni en los registros de récords, se llevan en el corazón el inolvidable recuerdo de poder contar que allí, en Guadalajara, estuvieron compitiendo de tú a tú con los campeones. ¡Qué clase de privilegio!
Cuentan que en Esparta las madres despedían a los hijos que iban a la guerra recordándoles que habrían de volver con el escudo (como vencedores) o sobre él (el cuerpo, perdida ya el alma, cargado por los otros guerreros). Gracias a esos Hércules que vuelven sobre el escudo, por su entrega gallarda, sustentada en los nobles ideales del deporte que están por encima de las medallas y los récords.