En la noticia sobre cierta asamblea oí, según la cita de una opinión entre otras, que el reparto de tierras podría llegar a ser un fracaso. Los argumentos de tal juicio no fueron transmitidos. O no me acuerdo, que los oídos no son estables ante el sonido de la radio o la televisión.
El haber oído la esencia del criterio me basta para comentarlo. Quizá tenga relación con la noticia de que a nueve mil tenedores de tierras se les había revocado el otorgamiento por baja atención a sus áreas o parcelas. El proceder de los organismos del Ministerio de la Agricultura se ha ajustado a la ley, que fija un plazo de dos años para empezar a cultivarlas. Y por tanto qué tendría el comentarista que añadir ante una conducta en sintonía con la legalidad y lo aparentemente razonable.
Es cierto: la tierra se ha entregado a productores individuales para que incrementen la producción agropecuaria y coadyuven a refundar un campesinado decreciente en número y saberes. Pero uno oye las cifras y se inquieta. Aún queda más del 30 por ciento de tierra ociosa sin distribuir. Y del total repartido, solo el 77,1 por ciento está en labor. Por lo visto en el mercado, parece, por tanto, que el cuerno de la abundancia tardará un tanto en llover sobre el campo. Y aunque el trabajo ha esparcido fama de milagrero, se ha de acompañar de la paciencia, la perseverancia y la disciplina, y de una mente flexible, y fertilizada con normas que operen para facilitar y no para limitar.
No estamos todavía, pues, en temporada de saber si el Decreto-Ley 259 derivará en chasco. Sabemos, en cambio, que la agricultura concentrada, centralizada y burocratizada, un día empezó a producir cada vez menos… ¿Por qué, así, descargar el augurio del fracaso sobre lo que aún no termina de probarse?
En cambio, me parece, que lo que tal vez podría empezar a enjuiciarse como fracaso no es la revolucionaria medida de democratizar tierras ociosas. El fracaso podría articularse en las entidades agrícolas, cooperativizadas o estatales, que retrasan su inventario de áreas vacantes y, en consecuencia, demoran en ponerlas sobre la tarima de la distribución. ¿Qué planes de producción están en el taller de los buenos propósitos como para incumplir con una demanda de la nación? Posiblemente sea tanto el amor por esa tierra que les duela entregarlas para su redención productiva, como esos padres que, por un exceso de amor, que a la corta se revela como autoritarismo, ponen tranqueras en el desarrollo del niño.
Y fracaso, parcial fracaso, podría ser también que tantos miles de beneficiarios hayan tenido que devolver la tierra. No se les otorgó, he de repetirlo, para plantar las flores de la contemplación. Sin embargo, haber retirado el usufructo supone desplazar toda la responsabilidad hacia cuantos intentaron ser agricultores y fracasaron. Y uno está inclinado a preguntar, desde el derecho de un periodista legitimado también por la ley no escrita del ejercicio de la opinión: ¿Se habrá tenido en cuenta que los tentáculos del marabú no se rinden como la hierba bruja? ¿Se habrá considerado que los recursos y los aperos no han abundado, y tampoco la experiencia? ¿Se agotaron acaso los medios políticos y técnicos para persuadir y alentar?
Estas preguntas no suponen una acusación, y tal vez sobren. Pero no ha de sobrar el que intentemos fundir una campana de transparencia y creatividad para desamarrar las fuerzas productivas, de modo que ninguno de nosotros, en vez de comprender, no quiera oír dudas, preocupaciones, necesidades. Le temo, en efecto, al prejuicio. Principalmente a los míos. Pero el vivir me ha confirmado que es más fácil quitar que dar… ánimo y ayuda, además de tierra. Por tantos años creyendo como única solución válida la agricultura extensiva en enormes empresas estatales, a veces dudo de que todos comprendamos la urgencia actual de que el hombre vinculado a unas varas de tierra, dependiendo de su tesón y laboriosidad y recibiendo directamente el provecho del trabajo, será más productivo que un asalariado.
Según la enseñanza del acontecer, tesón y laboriosidad son virtudes que exigen cubrirse con el «aniego» de la confianza, la comprensión, y con reglas legales cada vez más amplias y con esquemas más hábiles de distribución, para que el usufructuario de la tierra llegue a creer en lo que es: un trabajador imprescindible.
Habrá, pues, que oír atendiendo a lo que se oye. O la tierra pedirá cuentas un día por haberse usado para terminar como tierra baldía. No lo dudo: lo que legitimará nuestra obra es la remisión del error; no su persistencia.