En el curso de los acontecimientos humanos y mientras más «civilizada» es la civilización, las guerras se reproducen como criaturas monstruosas del egoísmo supremo y entiéndase por el capitalismo o la época que todavía corre. En ellas, probablemente, son los niños quienes más sufren, cuando la felicidad y la alegría debieran ser su estatus de vida; pero la guerra no los perdona, estén en las filas de los agredidos o en las del agresor.
IRIN, un servicio de prensa de la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de los Asuntos Humanitarios, hizo su análisis de la contienda en suelo iraquí, y allí las décadas de guerra y sanciones internacionales toman sus víctimas menores en tal magnitud, que ha dicho que es el peor lugar para vivir que tiene la muchachada en el Medio Oriente y el Norte de África.
Estos, que llevan nombres y apellidos, se minimizan en números. Y las cifras son millonarias, buen argumento para que nadie pueda identificarlos… Sería demasiado larga la relación. Así, 3,5 millones viven en la pobreza; 1,5 millones de los malnutridos tienen menos de cinco años de edad; tres millones carecen de sanidad adecuada; cien infantes mueren cada día…
Sikander Khan, representante de la UNICEF en Iraq a punto de dejar este cargo, fue categórico: «Es responsabilidad del Gobierno apoyar a los padres invirtiendo en salud y educación, y en otras necesidades básicas para todos los niños… El Gobierno central también tiene que dar significativos pasos en inversiones adicionales en los niños más desfavorecidos».
Si bien Iraq tiene un presidente, la duda asalta: ¿Quién sería el responsable de ejecutar esa responsabilidad? ¿Dónde están la autonomía y la independencia en un país hollado por fuerzas militares extranjeras? ¿Quién organizó y ejecutó la más reciente de las matanzas bélicas poniendo nuevos huérfanos y nuevos infantes en situación de invalidez afectiva y de sustento material? Y las preguntas pudieran prolongarse hasta definir si el compromiso es único o compartido.
Solo quedan como saldo evidente esos números acusadores, y la conclusión del informe: Iraq es un mal lugar para los niños.
¿Y qué sucede con los niños que viven en las filas de los agresores? Pues hay otro estudio, otras condiciones, otros datos, otros miles en la relación, que hacen difícil llamarlos por sus nombres y los llevan a la invisibilidad y a que hagan de la indiferencia una respuesta al problema.
Los Archivos de Medicina Pediátrica y de la Adolescencia publicaron, según Reuters, el análisis de los registros médicos de 307 520 niños, hijos de personal activo en el ejército de Estados Unidos, en edades comprendidas entre los 5 y los 17 años de edad, y encontró que 17 por ciento de ellos exhiben problemas de salud mental.
«Los niños cuyos padres han pasado más tiempo de emplazamiento, entre 2003 y 2006, tienen peores problemas que los de padres que han estado desplegados por una duración más corta», dice la investigación dirigida por Alyssa Mansfield, quien trabajaba en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, cuando se hizo el estudio.
En Estados Unidos no es el hambre orgánica, sino la falta del cuidado paternal o maternal, y tener a los progenitores en una situación de peligro extremo, lo que coloca a los niños en ese rango estadístico que se traduce en desajustes, conducta depresiva y desórdenes de estrés, problemas que se hacen más agudos en los varones.
Por añadidura, dice el doctor Stephen Cozza, profesor de Psiquiatría en la Uniformed Services University of the Health Services: «Los retos no necesariamente terminan cuando finalmente retornan a casa, porque los soldados traen de regreso sus propios problemas mentales, que afectan las relaciones con sus hijos».
Tragedias de la guerra convertidas en números, esta vez con protagonistas infantiles.