El 30 de septiembre de 1930 los estudiantes universitarios lanzaron una poderosa manifestación contra el dictador Gerardo Machado. La protesta quedó para siempre en la historia de Cuba. Ese día murió Rafael Trejo
Quizá tenía un sabor a sangre en la boca. Estaba acostado en la sala del Hospital de Emergencias. A su alrededor los médicos se movían con rapidez, mientras llegaban los heridos de la manifestación. A su lado estaba Pablo de la Torriente Brau. Era puertorriqueño, pero todos en la universidad lo veían como un cubano más. Pablo tenía la cabeza rota y en la blancura de la tela se veían unas manchas. Era sangre.
De alguna parte del salón se sentía el olor a desinfectante. Era el olor de los hospitales. Un olor que nadie quería sentir. Él recorrió con la mirada el puntal alto de la sala. El techo. Miró las ventanas en busca de un pedazo de cielo. Recordó que, cuando matriculó en Derecho, dijo que era la carrera que más se parecía a él. ¿Por qué sería?
De todas maneras, él sabía que aquello pronto sería un pasado completo. Estaba muy consciente. No es lo que quería, pero tampoco lo rehuyó. La idea era concentrarse en el parque Eloy Alfaro aquel 30 de septiembre de 1930 y de ahí partir hacia la casa de Enrique José Varona.
Sin embargo, en San Lázaro e Infanta empezó la pelea. La policía los fue envolviendo, y entre piñazos y pedradas, él se vio en Infanta y Jovellar, forcejeando con un uniformado, hasta que sonaron los disparos y sus compañeros lo vieron desplomarse sobre la calle.
Luego fue la prisa por llevarlo al hospital, y la carrera de los médicos y los gritos de los heridos y la multitud por la calle y Pablo, que lo acostaron a su lado vomitando sangre.
A esa hora quizá recordó cuando era niño y la maestra Francisca Morillo avisó a sus alumnos de un dulcero que mancillaba la bandera de Cuba porque la usaba de trapo para tapar la mercancía. «Ese ultraje no se puede permitir», dijo. Y para allá se fue él con sus amigos del aula. A protestar y quitarle la bandera al hombre. Luego fueron las lágrimas de la señora Francisca.
Aquella había sido su primera manifestación. La que lo hizo sentirse más cercano a Martí. Se sonrió. Hacía unos minutos había escuchado el dictamen del médico. «Este se salva si no hay fractura —oyó—. Las heridas de la cabeza son muy aparatosas. Pero a aquel pobre muchacho no lo salva ni Dios. Tiene una hemorragia interna».
El muchacho de la hemorragia era él. Viró la cabeza y vio a Pablo. Al menos, él podía salvarse. Al menos, él podría escribir libros, bailar, oír música, sentarse a solas con la novia. Afuera se escuchaba un murmullo que crecía a medida que llegaban más personas. Pablo lo observó. Al principio no entendía nada. No entendía porque la suavidad de esa sonrisa. No lo entendía porque algo le estaba apretando el cuello. «Yo no podré olvidar jamás la sonrisa con que me saludó Rafael Trejo», escribió después. Así lo vio por última vez. Así quedó para siempre.