Deberíamos querer a las personas más por lo que hemos hecho por ellas que por lo que ellas han hecho por nosotros. La frase, un verdadero desafío al entendimiento y al corazón, fue estampada para la eternidad por León Tolstói en La guerra y la paz, obra descomunal cuya inmensidad radica para mí en su retrato de la naturaleza humana, y en tocar esencias de la vida nuestra más allá de toda época.
Que la medida de nuestro cariño dependa de lo que seamos capaces de dar al otro, obliga a una generosidad incondicional, verdadera, en la cual pierde sentido esperar premios o gestos de gratitud, y donde solo vale el placer de haber sido bondadosos. Es difícil lograr ese tipo de cariño —es muy elevado—, pero presumo que habitar en él nos hace definitivamente grandes.
Como el universo es una gran red y todo está interconectado, hace unos días recordé a Tolstói y su inolvidable idea mientras escuchaba hablar a mi tía Raquel sobre una historia familiar, recóndita, donde brillaba como personaje de la mejor novela la cubana Merced Amparo Valdés, mujer que no tenía apego por nada terrenal, quien además de criar a sus hijos biológicos, amparó a cinco de los siete que había parido su hermana Cecilia Valdés, mi bisabuela por la línea materna.
Merced Amparo se casó con el padre de sus hijos solo después de haber parido los primeros. A los suyos les decía: «No te cases si no quieres; estáte seguro». Ella y su novio de siempre estuvieron juntos hasta que él murió. Y en una casa enorme hecha por el hombre en la barriada capitalina de Lawton, la dueña veló celosamente por el crecimiento de hijos y nietos. Muchos le vieron caminar los cuartos seguida de un niño que se chupaba el dedo mientras se pasaba por los labios el extremo de la imponente trenza de la abuela.
En medio de los ciclones Amparo recogía a familias enteras, y entonces la casa lucía como un campamento. Se cuenta que alguien comentó una vez sobre el gasto de la comida, y que la respuesta de la mujer fue tajante: «Se come para vivir; no se vive para comer». Allí se hacía espacio en la mesa, llegara quien llegara, en una suerte de mandato que nadie podía transgredir.
Mi bisabuela (la nombro como tal pues crió a mi abuela como si fuera suya), recibía pensión por ser hija de mambí, y figura, al igual que su esposo, entre los primeros militantes que tuvo el Partido Comunista de Cuba. El comunismo era para ella una suerte de comunión donde había que darlo todo por los más débiles, por los enfermos, por los necesitados; donde ella, con su mirada gris y la palabra dura, bajaba los humos a los «elevados» por las circunstancias, y halaba a quienes no habían tenido la mejor suerte.
Merced Amparo veía cosas, como una adelantada en el tiempo, como alguien que recibe señales donde otros no pueden. Leía la prensa cada mañana y hacía comentarios mirando al porvenir. Muchos de sus vaticinios se han cumplido, como que China, «dragón dormido», sería la potencia que hoy es.
Y en cuanto a sus seres cercanos, buen ajetreo tuvo siempre que presentía las desgracias. Se cuenta que mientras operaban a mi abuelo materno de los ojos, ella hizo su «trabajito» para que las cosas no se enredaran demasiado: el abuelo estuvo al borde de la muerte por una complicación con la anestesia, pero no perdió su vida en el trance.
Un 31 de diciembre, mientras alistaban los detalles para la fiesta de 15 de una de sus nietas, Amparo dejó este mundo mientras se mecía en un sillón. A pesar de ser un día de festejos, el velorio era una verdadera congregación de dolientes. Esa noche la tía Raquel contó más de 40 coronas, número que hablaba de la calidad humana de la destinataria. A los 12 días de aquella despedida mi madre me trajo al mundo. La bisabuela había anunciado que sería una hembra (algo que solo se supo cuando salí), y que estaría malita pero que saldría de esa (y así fue).
Todavía se habla mucho de Amparo en la familia, y en otras proles que contaron con la mano extendida de la mujer cuyo sentido de vida era ayudar y querer a quienes prohijaba. El premio de la gratitud y la memoria, ese que ella nunca esperó, perdura como prueba de que lo único verdadero, lo que trasciende todo instante, es aquello que sabemos dar con el corazón.