A Máximo Gómez se le ha estado atribuyendo la sentencia de que «los cubanos o no llegan o se pasan», de lo que confieso carecer de constancia documental alguna para hacerme eco. Pero más allá de su comprobable veracidad y exactitud, lo cierto resulta que esas palabras se han instalado en el imaginario popular a modo de observación autocrítica, a la que por regla general pocas veces le sigue una consecuencia correctora.
Por lo pronto, tendríamos que reconocer una acentuada y persistente tendencia a movernos como el péndulo de un reloj, de un extremo al otro, sin acabar de encajar en el equilibrado y acertado punto medio, que nos libre de los siempre perjudiciales y criticados «bandazos». Y quienes logran la mirada serena ante nuestros habituales juicios sobre lo humano y lo divino —que pueden ir desde lo devastador hasta lo apologético, sin transición—, les asiste sabio fundamento para exclamar «ni muy muy ni tan tan». Sí, porque la vida no se pinta solo en blanco o negro, sino en gama de colores, con diversidad de matices y claroscuros.
Así debería ocurrir con todo emprendimiento y decisiones cuando involucran a seres humanos, y sobre todo si han de acarrear inmediatas o potenciales repercusiones sociales. Sería una señal de sensible madurez que tanto se requiere en la hora en que nos empeñamos en actualizar proyectos vitales de gran alcance, de reformular, ordenar y cambiar todo lo que tenga que ser cambiado.
Se trata de un proceso que para que triunfe —y no puede haber otra alternativa— y se consolide en sus siguientes y cruciales pasos ha de seguirse nutriendo de cuanto criterio sea válido y pertinente, desde la realidad misma y en el afán de mejoramiento.
Se confunden quienes en todas las manifestaciones del quehacer social se sientan cómodos colgados de los péndulos en vaivén, y renuncian al examen constante y crítico de toda obra. Pero además confunden, acaso hasta el punto de llegar a creer, digamos, que de un «dejar de hacer» impune y destructivo, la sociedad se traslada hacia una rigidez cerrada a soluciones flexibles y creativas, o del paternalismo consentidor hacia la esquina de la insensibilidad humana. Lo que no puede evaporarse es el reino del trabajo, el esfuerzo, el sacrificio, el mérito y la solidaridad humana, consonante con el socialismo. Lo otro es la jungla despiadada del hombre lobo del hombre, para la que no puede haber ni siquiera rendija.
El sempiterno burocratismo probablemente sea el más mimético pasajero de esos bruscos paseos con tal de subsistir, entorpecer y amargar la vida de los demás. Una veces protege lo censurable, otras castiga a la población trabajadora con la imposición de trabas kafkianas, y si puede consigue ambos efectos al mismo tiempo.
El ejercicio de la ponderación se corresponde con el paso firme pero sin precipitaciones con el que se alcanzan metas sólidas y perdurables. Como pidió aquel célebre general, «vístanme despacio que llevo prisa».