Sus integrantes se pasaron los dos meses de verano de pueblo en pueblo, «sin sacudirse el polvo del camino», sin pedir premio alguno por haberse quebrado en demasía la garganta o por resistir los dolores en las manos de tanto instrumento rasgueado.
En estos tiempos de calor-dragón ofrecieron ¡más de 50 conciertos! en plazas estrechas o anchurosas para evitar esos bostezos de vecinos que se hacen costumbre en ciertas comunidades, aun en etapas vacacionales. Y para regalarles a jóvenes o veteranos una música que, sin ser tan promocionada como debería, es mucho más que ritmo, fiesta y tentación.
Hubo días, incluso, en que armaron tres veces el tinglado de utensilios. Y no pidieron nunca sumas montañosas por sus presentaciones; acaso porque antes, en incontables oportunidades, haciendo valer esa condición de altruismo musical —muy rara en esta era—, actuaron gratuitamente para su público.
Estoy escribiendo con sano orgullo de los miembros de la orquesta Original de Manzanillo, esos que a 800 Kilómetros de la capital del país han demostrado después de 46 años de existencia (cumplirán 47 en diciembre), que la aptitud y el talento sí vencen fatalismos predeterminados por geografías y que siempre será mayor la autenticidad mientras menos se abandonen las raíces.
Observándolos de cerca uno piensa, en ráfagas, en aquella frase anónima de otras épocas: «La sencillez hace grande a los hombres». O en la expresión del poeta estadounidense del siglo XIX, Henry Longfellow: «En todas las cosas la suprema excelencia es la sencillez».
Porque los Originales de Manzanillo y de Cuba no andan, como ciertos personajes de esta vida, soltando humillos por los cuatros costados ni exigiendo estrellas para dormir, ni pidiendo alfombras rojas al paso, mucho menos preguntando con asombro: ¿Y no saben quiénes somos?
Alguna vez le pregunté a su joven director de 60 años, Wilfredo «Pachi» Naranjo, uno de los fundadores de la orquesta, cuál consideraba el escenario más importante de todas sus actuaciones. Y la interrogante fue como un pinchazo: «Todos los escenarios son trascendentales para nosotros, desde Toronto hasta Lomé, desde La Habana hasta Pilón». Y sé que no lo decía como retórica vana pues no son ellos de los que obran buscando giras a toda costa y en cualquier costa.
Viéndolos cómo se hacen ola dentro del público de un lugar recóndito, en el que no tocan otras orquestas «nacionales», uno piensa en sus decenas de discos premiados y en sus presentaciones delirantes en Colombia, Canadá, Venezuela, Panamá, México, Nicaragua, Martinica, Guadalupe, España, Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Rusia, Burkina Faso, Togo y hasta Costa de Marfil. Y medita en ese eslogan suyo de «Original y sin copia» porque quisiera que en verdad otros los copiaran y se convirtieran en espuma de pueblo, en voces cercanas y vivas, y no solo en ídolos televisivos.
Mirándolos, de carnaval en carnaval, de barrio en barrio, uno saca el «poquito de muchacho» que lleva dentro y les da la «vía libre» en signo de respeto porque ellos nunca abandonaron, al igual que su ex cantante Cándido Fabré, su «sombrero de yarey».