Lo vi levantarse, como miles, del polvo y del fango. Era nada, un grupo de columnas marchitas en medio de aquel terreno envidiable en el centro de la ciudad de Bayamo. Allí pensaba construirse, en otro tiempo, la Universidad de Ciencias Informáticas del oriente del país.
Algunos, mirando aquel amasijo de piezas, sugirieron construir algo útil que no implicara mucho costo y aprovechara el codiciado espacio: tal vez un parqueo; unos baños públicos; y hasta «un palomar», dijeron otros en broma.
Lo cierto es que un vendaval humano le cayó «con furia» a aquel concreto desperdigado y en un hilo de tiempo lo convirtió en un majestuoso preuniversitario, con un nombre que rescata gloria y memoria, Francisco Vicente Aguilera, el de aquel acaudalado bayamés que dejó una fortuna que tapaba una nube por irse a la manigua redentora.
Y acaso lo que más asombra, ahora, es que el milagro no se propició con uno de esos maratones frecuentes de «vamos a meterle» en desorden, que conllevan a levantar, en ocasiones, las paredes curvas y a hacer parches que abruman la vista. Fue un vendaval organizado, estructurado, «voluntariado» en movilizaciones, chequeado y «recontrachequeado» cada día y cada noche, que provocó ojeras y desvelos a unos cuantos.
Ahora, viéndolo, de rojo y amarillo, con sus tres pisos, presto casi a estallar de risa por primera vez en este septiembre, repienso en los charcos de sudores que podían haberse acumulado en una docena de edificaciones de la provincia que eran candidatas, como esta, a «nidos y telarañas», y hoy serán hogar caliente para más de 10 000 jóvenes granmenses soñadores o románticos. E imagino en otras latitudes de esta Cuba que es pañoleta y color, los dolores musculares de constructores y voluntarios, y los apremios, y los domingos convertidos en lunes, ¡y el calor derritiendo espaldas!, y los dedos machacados, y el «corre corre» por los bloques, las luminarias o la pintura para hacer, al fin, que el azul retoñe en las ciudades.
Pero en lo que más pienso, viendo al «Aguilera», es en cómo revivir ciertas lecciones del «cuidado de la propiedad social», que no provoquen enseguida, como en otros edificios recién «pintaditos», el zapato marcado en la pared; el «Yuspelaidis y Yanti, el Sabroso…», la ventana cuarteada, el jardín deshojado.
Pienso en cómo hacer lo bello perdurable, y cómo lograr que no «azoten» los baños, ni se trasladen algunas costumbres demoledoras de los «pre» en el campo, ni se olvide ese sudor de padre y hermano.
Y sospecho la tarea ardua, difícil para cualquier maestro o directivo. Porque se sabe que no es fácil encauzar tanta energía y que la alegría suele en ocasiones confundirse con el desorden. Y ciertos adolescentes, con más frecuencia de la que quisiéramos, no entienden.
Tendrían que surgir, dentro del alumnado, más ojos celosos y más voces de combate, y esto es a veces mucho más espinoso que colocar mil ladrillos.
Hago votos entonces por que este preuniversitario bayamés y otros que ahora son joyas en todo el país no se estropeen con el cuarto aguacero. Pero sobre todo añoro que sus alumnos hagan, con respeto, las ciudades más jóvenes y las aulas más nuevas y brillosas, aunque lluevan los años, las ventiscas y las adversidades.