Eran 30 niños en el cumpleaños de su amiga. Alumnos de sexto grado, tendrían entre 11 y 12 años de edad. Fascinaba la alegría desbordante del grupo, el candor, la espontaneidad y una estampa frágil que podría enternecer al adulto más endurecido.
Los mayores observaban la escena con curiosidad: aquello era una nube de criaturas que saltaban y sudaban al ritmo que hoy está de moda, ese que da la impresión de que andamos encaramados sobre la cama de un camión de volteo que viaja a toda velocidad sobre un camino lleno de furnias…
Del suceso, vivido hace solo días, lo que me detuvo en la reflexión fue el comportamiento de estos preadolescentes: parecía animarles una competencia a ver quién era el primer «débil» en abalanzarse sobre los bocadillos de la mesa; muchos preferían tomar agua fría y a duras penas un refresco; solicitaban permiso si tomaban algún vaso o cubierto; daban las gracias si se sentían atendidos; ninguno se atrevía a pasar al baño de la casa (tal vez pensando que esa necesidad era una suerte de invasión en predio ajeno). Finalmente, al cabo de dos horas, fueron retirándose, discretamente, no sin antes dar un beso a los anfitriones de la fiesta.
Al mirarlos tan disímiles y a la vez tan semejantes; al notarlos más pendientes de sus obsesiones comunes que de sus diferencias, no pude evitar estas interrogantes: ¿En qué instante se bifurcan los caminos y estos seres adorables se nos convierten, a veces, en hijos sangrones, mal educados, viciados como esponjas que recogen lo peor del paisaje social? ¿Cómo es posible que en menos de un año —digamos en ese tránsito del sexto al séptimo grado de enseñanza— sean tomados por una adultez sospechosa, por cuenta de la cual, por ejemplo, una niña que era redondita y feliz de pronto se niega a comer, porque hay que ser delgada como el palo de hervir la ropa, porque así lo dicta un patrón de belleza entronizado en el colectivo nuevo, patrón caído ya sabemos de qué cielos? ¿Por qué esas niñas vestidas como mujeres? ¿Por qué esos niños obligados a desafiar tempranamente como hombres, atizados por una violencia que no nació con ellos?
En la Isla, donde la infancia se cuida y defiende mucho, sería promisorio lograr un crecimiento más coherente de los que van abriendo los ojos a un mundo cada vez más complejo y convulso. No estoy proponiendo amamantar vagos e ignorantes. No hablo de hacer inútiles, blanditos, necios a quienes nadie enseñó cómo asumir los desafíos de su tiempo, y que piensan, cuando se quedan a la vera del camino, que los demás tienen la culpa y ellos son las víctimas.
Hablo de formar, como me comentaba un amigo especializado en el trabajo social, mujeres y hombres de bien, con ética y sentimientos, que en los primeros años deberán aprender a ser ciudadanos decentes; y que luego tendrán oportunidad de instruirse en caminos elegidos, pero ya armados con una visión humanista y fina de la vida, de la cual se apropiaron en los primeros nueve o diez años de docencia.
Es cardinal, para la sociedad que anhelamos, no marchitar tan pronto la infancia de los más jóvenes. Si esa temporada lleva consigo los buenos modales y hasta el desprejuicio, entonces defendámosla con toda fuerza. Es algo que ha sido imposible lograr dejando a la escuela en solitario, sin la complicidad y el protagonismo de la familia. Es algo que se resolverá con, y sobre todo, desde el hogar, ese templo que es el eje de la rueda, universo donde se teje el destino de los hijos.
Si en los primeros años la escuela logra la magia de mantener a sus discípulos unidos e igualados por la inocencia y la disciplina, tendremos que seguir buscando fórmulas en ese laboratorio infinito que es el bregar por el tiempo, para que crecer no signifique en algunos que hoy nos enternecen, dejar atrás la bondad, la capacidad de conmoverse, la rectitud ante los semejantes, y otras líneas de virtud que parecen estar claras en esos días iniciales, cuando las mañanas son más amarillas y respirar lleva el sabor de la inmortalidad.