Hay personas que inspiran respeto, que provocan a su alrededor una extraña sensación de bienestar y paz, sin importar el medio en que se desenvuelvan. Basta mirarlas en su bregar cotidiano para enamorarse un poquito más de la vida, y comenzar a ver en ciertas virtudes humanas la senda de la realización personal y la claridad del alma.
Silvia es una de esas personas. Quienes visitan el Instituto Internacional de Periodismo José Martí y tienen la «rara» costumbre de poner atención en los detalles más sencillos, quizá la descubran entre una faena y otra. Apenas se hace sentir, pero la higiene y el frescor que señorean en aquel lugar denotan la presencia de un ser especial.
Se le ve ligera, alegre. Más de seis años en aquella dinámica le permiten hacer bien su trabajo y sentirse como en casa. Lo que más disfruta —dice— es el estar cerca de los jóvenes, en particular de los grupos que se forman como futuros periodistas. A veces los escucha conversar sobre algún tema que le atrae y siente deseos de darles su opinión, pero nunca se atreve a hacerlo.
Según algunos estudiantes, cuando llegan para recibir sus clases, ya ella está en lo suyo. Unas veces escoba en mano y otras preparando el arsenal necesario para eliminar las suciedades. Siempre bien dispuesta. «Silvia ya tiene un estilo creado», aclara uno de ellos.
Guarda todo en un pequeño clóset para instrumentos de limpieza. Una puertecita que permanece cerrada la mayor parte del tiempo. Cuando rebusca en aquel sitio, más de un curioso se sorprende tratando de escudriñar en su interior. Tal vez con la intención de encontrar alguna pista que explique de qué modo aquella señora, aparentemente frágil y con sus buenos años cumplidos, puede mantener el ambiente del edificio.
A juzgar por otro futuro escribidor, aquello parece cosa de magia. Sin embargo, la historia que cuenta, lejos de hacer pensar en sortilegios como la causa de su éxito, revela a una mujer movida por una profunda sencillez y una sensibilidad extraordinaria.
Ocurrió hace apenas un par de días. Silvia se paró en la puerta del aula hasta que el profesor hizo una pausa para escucharla. Los estudiantes quedaron colgados de la expectativa: nunca antes la habían visto hablar en público. Entonces, sin más protocolo, comenzó a decir con voz suave: «Se me cayó un sobre con el cobro del mes por allí, delante de la puerta del cuartico».
Una vergüenza sorda cayó sobre el grupo de estudiantes de solo pensar en el posible extravío. Pero, antes de que tuvieran tiempo de expresar conmoción alguna, Silvia continuó: «Una muchacha de aquí ya me lo devolvió. Yo solo quería decírselo a ustedes. Es la forma en que puedo agradecerle».
Se mantuvo parada en la puerta unos segundos más, mientras un aplauso sincero recompensaba a la estudiante que había obrado tan ejemplarmente, y a ella —sobre todo a ella. Luego regresó a su trabajo, y dicen que llevaba los ojos brillosos, como llenos de esa emoción que deja en la gente sencilla el haber hecho algo justo.