Nada se alcanza sin esa dimensión mágica, tan honda y espiritual como tremenda, llamada voluntad. Ella impulsa o doblega el alma de los hombres y de los pueblos, en dependencia de las fuerzas que intentan enamorarla o desvanecerla.
Pero de ahí a dejar que la voluntad se trastoque en voluntarismo; apostar a que las potencias espirituales dominen cualquier tipo de razón, y por supuesto razonamiento, puede derivarnos hacia un camino tan escabroso como indeseable.
Ya alguna vez, al abordar sus connotaciones, medité que un individuo o una sociedad con su voluntad lastrada son como una inopia, a expensas de lo que venga. Por eso es preciso labrarla, tallarla como artesanos, cual hermosa y distinguida pieza del ardor y la consecuencia humanas.
Pero el voluntarismo puede impulsar tantas cosas como las que deforma. No lo hemos aprendido pese a chocar infinidad de veces con sus piedras. Su terca persistencia en la sociedad cubana, parecen convertirlo en un «monstrillo» clonado, más feo mientras más recurrente.
Me vuelven estas ideas cuando pienso en fenómenos que brotan como extraños manantiales en el país. Un colega lamentaba en algún debate por estos días uno de los más esenciales. No acabamos de encontrar la espada alejandrina que desbarate el nudo gordiano entre la productividad y los salarios. Estos últimos no se incrementan porque es insuficiente la productividad, mientras esta no asciende porque no pocos se sienten insuficientemente pagados. Círculo ¿incontestable? sobre qué debe ir primero: ¿el huevo o la gallina?
Lo curioso es que no faltan quienes a estas alturas apuestan únicamente a la «conciencia» como la pócima mágica que dé solución al embrollo, despojándose de sus propias responsabilidades. Con ello no solo desconocen el «dilema» de los actores esenciales de la economía, sino las más elementales reglas que la gobiernan.
En El socialismo y el hombre en Cuba ya el Che advirtió sobre el peligro de someter al individuo a la voluntad social, ignorando sus propias necesidades de realización individual. El estado a promover entonces no debería ser el de la anulación, sino el del florecimiento personal. El justo equilibrio y el mayor estímulo es el de los individuos que progresan en y para la colectividad.
Cierto que dicho así parece alguna especie de retruécano filosófico. ¿Cómo lograr que hacer y promover una conciencia económica, y con ella elevar el espíritu humano, sea como el agua de un río, con un cauce labrado a su naturaleza, sin necesidad de la intervención de las «divinidades»?
El verticalismo es también una sombra posada sobre la sustancia de la economía nacional, que no pocas veces impide encontrar un camino más natural, perdurable y duradero para su vigor y expansión.
En otro análisis meditaba que podría incluso agregarse el «arribalismo», la dependencia de lo que viene y se organiza en un nivel superior al de quien debe materializarlo, cuando el estado natural debería ser el de la horizontalidad. O tal vez el de la «abajobilidad»; proyectos nacidos y defendidos desde la base que encuentran su apoyo en la superestructura.
Las instituciones, y su categoría superior, la institucionalidad, son ineludibles —agregaba—, aunque nunca debería interpretarse como sinónimo de invalidación de lo de abajo, sino de su exaltación, pues la esencia de la voluntad es la libertad.
Como en aquella oportunidad, siento que tal vez la única forma de deshacernos de ese «monstrillo» clonado del voluntarismo sería extender la «voluntad de involucrar». Para que la voluntad alcance su verdadero y sublime estado de libertad.