La cadena se rompe por el lado más débil, dicen los viejos; y en ocasiones la vida da un brinco con sus ironías y enseña los vericuetos existenciales del axioma. Porque a veces el lado más frágil resulta el que debiera mostrar mayor fortaleza y seguridad, mientras que el contrario se torna persistente en su terquedad.
Esa contradicción saltó en un intercambio de amigos. Una de ellos, docente, mencionaba ejemplos vividos en que padres, alumnos, e incluso autoridades del sector se lanzaban contra un maestro apenas este hacía un señalamiento al educando.
Los hechos eran variados. Desde el familiar indignado porque habían requerido a su hijo y reclamaba a destajo en la puerta del aula, hasta la madre que impugnaba los dos puntos restados en la calificación de un examen y removía cielo y tierra para lograr que el docente reconociera su «injusticia» y otorgara la máxima calificación a su hija.
Una de las partes cuestionables del fenómeno —sobre todo por lo ilustrado en el último ejemplo— es que la familia encontraba oídos en distintos niveles de dirección del sector educacional. Luego aparecían situaciones en las que de algún modo el profesor era cuestionado por no usar todos los recursos pedagógicos, lo que en la práctica viene a ser algo así como el secuestro de la autoridad profesoral.
Y aquí llega la aseveración de los abuelos: la cadena se fractura por su parte más débil; aunque en este caso el eslabón roto es, precisamente, el que más se debe cuidar y respetar porque él es el corazón de la enseñanza de un país.
Algunos lectores dirán que la calidad del maestro no es, en muchos casos, la exhibida antes del período especial. Es cierto también que el sector educacional ha sufrido con especial dureza los embates de la crisis económica, y que en ocasiones se ha echado mano a soluciones emergentes que no en todos los momentos han dado el resultado esperado. Por lo tanto, alegarán, existe el margen para desconfiar y someter a cuestionamiento las decisiones del docente.
No es de ahora —aunque hoy existan mayores motivos para la persistencia— que en ciertas circunstancias un familiar se ve obligado a cuestionar la decisión de un docente. Puede incluso ser constructivo un intercambio entre el familiar y el profesor. Pero, en nuestra opinión, lo que no debe ser impuesto, ni mucho menos convertirse en norma, es una actitud de irrespeto hacia la escuela, bajo el cuestionable principio de que el maestro muy pocas veces posee la razón.
Bajo ese criterio se puede llegar a extremos no deseados, como el que vio este reportero en una reunión en una escuela secundaria. Un fuerte murmullo salía de los familiares sin darle importancia a los pedidos de silencio y a las palabras de la directora del centro. La directiva, una joven con pocos años de graduada, casi a punto de llorar, exigió con dignidad: «Por favor, los que no quieran prestar atención, pueden retirarse». Estupefactos, los padres que permanecían en actitud de disciplina observaron cómo un alto número de familiares se retiró, algunos incluso en tono de fiesta.
Si bien es real que en nuestras escuelas existen profesores que en vez de dialogar, alzan la voz con desmesura —por mencionar un caso—, no es menos cierta la presencia mayoritaria de ejemplos contrarios, donde severidad y cariño van unidos en su labor con equilibrio y justeza, a pesar de entuertos cotidianos, burocratismos y desidias laborales, que tanto daño hacen también a la permanencia de los docentes en las escuelas.
Son estos últimos uno de las perjudicados en el secuestro de la autoridad profesoral. Porque, a no dudarlo, la víctima mayor es el propio alumno al cual se le consiente la indisciplina de hoy para después padecer sus tropiezos en el futuro. Eso lo recordaba una experimentada docente, famosa por el respeto con que se dirigía a todos, un respeto que no tiene por qué ser el equivalente a tiranía.
Entrevistada por el colega José Aurelio Paz para el periódico Invasor, de Ciego de Ávila, la profesora contaba cómo padres de alumnos suspensos llegaban a pedirle que retirara el desaprobado. La maestra era firme en su respuesta: «Lo desapruebo ahora, para que la vida no lo suspenda después». Sus propios alumnos, aquellos suspensos de antaño, hoy le siguen dando la razón.