Recientemente, el presidente norteamericano Barack Obama anunció lo que su administración llama una «nueva estrategia» para Sudán encaminada, supuestamente, a acabar de resolver el conflicto en Darfur, región occidental de ese Estado africano rico en petróleo donde, desde 2003, grupos rebeldes enfrentan al Gobierno de Jartum, acusándolo de marginarlos en el disfrute de las grandes riquezas, principalmente petroleras, que tiene ese territorio.
Sin embargo, el lenguaje de la Casa Blanca en relación con Darfur sigue siendo tan amenazante e inquisidor como el que se usaba cuando George W. Bush era el mandatario, aunque ahora no se hable directamente de una intervención militar, como entonces.
Entre las medidas que Obama anunció para Sudán se encuentra la declaración del estado de emergencia nacional respecto a ese país para que, dijo, no se convierta en «nido de terroristas» de Al-Qaeda.
EE.UU. etiqueta a Sudán de «hostil» por tener un Gobierno de mayoría islámica, que además emprende una política de soberanía que atenta contra los intereses imperialistas norteamericanos. Por ello, Washington lo considera una amenaza para su cuestionada seguridad nacional, y le impone sanciones económicas que mutilan su desarrollo.
Sin embargo, el país que castiga es el mismo que no ha escatimado esfuerzos para promover, con armas y entrenamiento a través de terceros, la desestabilización interna en esa nación, primero, por medio de las guerrillas del Sur, y ahora las de Darfur.
Desde 1997, EE.UU. ha impuesto sanciones a Jartum, orientadas principalmente hacia el sector petrolero —uno de los más importantes de Sudán— porque entiende que ese país «apoya» al terrorismo internacional. Incluso, en 1998, el entonces presidente William Clinton bombardeó una fábrica farmacéutica sudanesa bajo el supuesto de que en ese complejo se «fabricaban» armas químicas. Pero, como se demostró después, de allí realmente salía el 50 por ciento de los medicamentos que se fabricaban en Sudán, y una parte de ellos eran enviados a Iraq, bajo un contrato de Jartum con la ONU.
A pesar de la guerra económica y financiera que Sudán ha tenido que enfrentar, y del apoyo norteamericano e israelí a la desestabilización interna, ese país ha desarrollado su industria petrolera gracias a la inversión de socios como China, India, Malasia e Irán. EE.UU. ha perdido un gran terreno de influencia política y económica con sus medidas aislacionistas, pero vuelve a amenazar con duros castigos, exhortando incluso a sus socios internacionales a que se le sumen.
Esta vez, sin embargo, el anuncio del garrote viene acompañado de zanahorias: si Sudán «actúa para mejorar la situación y avanzar en la paz, habrá incentivos», de lo contrario, habrá una mayor presión de EE.UU. y la comunidad internacional, dijo Obama.
El jefe de la Casa Blanca también presiona para la definitiva implementación del acuerdo de paz entre el Sur y el Norte, alcanzado en 2005 con la mediación injerencista de Bush. Si bien el acuerdo cerró una guerra de más de 20 años, creó condiciones para la desintegración de Sudán. Además de establecer el reparto de poder y riquezas entre ambas partes, el convenio estableció la celebración de un referéndum en 2011. La consulta dará la oportunidad a las poblaciones de la región meridional de decidir si desean continuar integradas a Sudán, o ser un Estado autónomo. Y un Sur independiente se convertiría en un comodín para que EE.UU. siga socavando la soberanía nacional que tanto ha defendido el Gobierno de Omar Al Bachir.
Estas son las viejas recetas que la nueva administración piensa seguir aplicando a Sudán. Las sanciones que ahora se anuncian —además de ser hipócritas e injerencistas— acrecientan los problemas de Darfur porque, al atacar la base económica del país, afectan la vida de las personas. Y cualquier acuerdo al que se llegue para poner fin al sufrimiento en esa región sudanesa, debe ser pensado en función de la integración nacional, y no del desmembramiento del Estado.