Imagine que ha recibido una llamada telefónica drástica: «Vamos a bombardear su casa. Márchese cuánto antes». «Pero, ¿adónde?», responde usted, que ha visto cómo mueren todos los que se refugian lo mismo en otras viviendas que en escuelas. «No sé, solo váyase».
El alma se le ha encogido al ver que su hijo pequeño, fatigado de sed, vuelve a abrir la llave y comprueba que no hay una gota. Como tampoco hay una «gota» de electricidad hace más de 15 días. Ni de gas. Las panaderías están cerradas, pues no disponen ni del combustible ni de la harina que el calor convierte en pan. Y de noche, en vez de llover maná, los aviones del ejército que agrede a su ciudad rompen la barrera del sonido, arrojan misiles sobre viviendas y escuelas, bombas de fósforo blanco, que desgarra la piel al menor contacto. Los niños lloran. Lloran de miedo. No entienden el maleficio.
Y usted sabe que no tiene adónde escapar con los muchachos.
Eso pudiera estar pasando en cualquier parte de este mundo, aunque todos sabemos que está ocurriendo de modo muy particular en una. Y sucede, sencillamente, porque el ser humano se ha olvidado de que es toda una gran familia, una sola especie, y ha establecido la barrera entre «nosotros» y «los otros».
Por lo general, el grupo de los «nosotros» atesora toda la razón, mientras que «los otros» no tienen ninguna. Y es solo a «nosotros» a quienes nos duele el maltrato, el hambre, la expulsión del hogar, la muerte sin sentido. A los del otro grupo, ¡milagrosamente! —según esta concepción— no les duelen ni los callos. Ni que sobre las cabezas de sus niños caiga la placa de una casa bombardeada. «Los otros», al parecer, no saben qué significa la palabra lágrimas...
Sin embargo, «nuestros» muertos sí importan, mientras que «los suyos» se convierten en números impresos en los periódicos: 40 murieron en un colegio; siete, al desplomarse su casa; cuatro, cuando viajaban en una camioneta...
Y al mundo, a este mundo «nuestro», le da lo mismo. El máximo organismo encargado de velar por la paz en este planeta, demora 15 días en decir que hay que hacer un alto en las acciones de «nosotros» contra «los otros». Claro, «ellos», los que han empleado tanto tiempo en deliberar —y que se parecen tanto a «nosotros»—, se alojan en cómodas residencias, tienen manjares en las mesas, y buen vino, y se reúnen taaan lejos, pero tanto, que no les llega ni el estruendo de las bombas ni el llanto de los hijos del vecino al que le ordenaron que se largara de su casa.
Los hijos de «ellos», los deliberantes, están a buen resguardo, abrigados, viendo la TV, o chapoteando en alguna playa del hemisferio sur, que ya es invierno en el norte. «Por tanto —consideran— podemos tomarnos nuestro tiempo». Sí, un muy mal tiempo.
¿Algún inocente merece la muerte, el pago cruento por las acciones de otros? «No, mientras sea “nuestro” inocente. En el bando de “los otros”, son todos culpables...».
Triste lógica, carente de esa sal llamada empatía. Si solo por unos instantes imagináramos no estar descansando en la holgura, en el calor de un hogar, en la seguridad del vientre satisfecho, y dibujáramos en nuestra mente el desolador paisaje de aviones pendencieros zumbando sobre nuestras cabezas mientras intentamos proteger a nuestros hijos abarcándolos con los brazos, como si carne y huesos bastaran contra el amasijo de metales que pudiera venirnos encima; si todos cayéramos en la cuenta de la vulnerabilidad de nuestra existencia, de la falta que les hacemos a otros, y ellos a nosotros, y si creyéramos válida la Regla de Oro: «Trata a tu prójimo como te gustaría ser tratado por él», nos dolería, sí, y mucho, tremendamente, la angustia de aquel padre, de aquel ser humano, que no sabía dónde buscar refugio, mientras su hijo abría la llave del agua con una gota de esperanza.
De vana esperanza...