Era Rodolfo Livingston, el conocido arquitecto argentino que en 1960, seducido por el libro de Sartre y Simone de Beauvoir, El Huracán sobre el Azúcar, vino a Cuba voluntariamente y ayudó a fundar el barrio Turey, en la legendaria ciudad guantanamera de Baracoa.
Cuando supo de las andanzas de Ike por el Oriente del país, se interesó por aquel trocito de pueblo que sus manos ayudaron a levantar, hace casi medio siglo, convencido de que también en la arquitectura la participación de la gente ayuda a armar un pensamiento colectivo. Entonces, sumó manos de todos los colores para convertir un barrio insalubre en una comunidad funcional.
En su conversación se identificó como un ciudadano «que ayudó a hormigonear» a la gente de esa zona, cuando construyeron sus viviendas. No aludió que un día, sobreponiéndose a la desconfianza de los lugareños, los congregó para preguntarles cómo creían que debían hacerse sus casas, utilizando de la mejor manera los materiales del lugar.
«Turey resistió al ciclón Flora y quiero saber si esta vez sus casas quedaron en pie. La gente de allí me recuerda», dijo sin altisonancias quien ha confesado que esta Isla es su aerosol para combatir el asma.
Entonces, indagamos sobre la cofradía Turey-Livingston, indisoluble ante miles de kilómetros, y lo mucho que ha caminado el reloj desde que en su compañía pusieron la primera piedra en el otrora vecindario empobrecido de la Ciudad Primada.
Supimos que el croquis inicial del lugar se hizo con una varilla en la tierra, y de allí nació un barrio construido a la medida de sus habitantes, diseñado entre todos; cuya concepción fue sustrato de un método de trabajo que este amigo de Cuba ha difundido en universidades de varios países, y que tiene como principio «hacer para la gente y no pese a la gente».
Si encuestáramos a los habitantes de Turey que hormigonearon junto a Livingston, sobre lo que sintieron cuando Ike azotó Baracoa, y puso en peligro la vitalidad de un barrio que simboliza la fusión de muchos anhelos, en sus respuestas encontraríamos el concepto de sentido de pertenencia que necesitamos para conjurar apatías.
Cada respuesta sería válida para descifrar esa llamada que procuró estar al tanto de un sitio erigido a partir del sueño y el tiempo de muchos. Comprenderíamos porqué un Principito alejado de su rosa reconoció toda la singularidad de su flor, y se declaró, en compañía de una zorra, responsable de aquello que abrigó con un paraván, y por quien mató las orugas, «salvo dos o tres para que se hicieran mariposas».