Así, me llovizna un poco de consternación porque caigo en una cuenta simple: no es la primera vez que observo esa especie de secreteo participativo, ese cantar con flojedad y apatía, sinónimo de los cumplidos o de los formalismos.
Pero llego a otra cuenta aún más punzante: en varias ocasiones —antes de espectáculos deportivos, de actividades a plazas llenas...— he visto que mientras flota el estandarte tricolor en el aire y se amplifica la hermosa marcha guerrera, algunos se llenan de gestos de fría desatención.
Y entonces comienzan a navegar en mi mente, con algunas nostalgias, aquellos primeros tiempos escolares en la modesta escuelita Emiliano Reyes, de Cautillo Merendero; o los años subsiguientes en la majestuosa vocacional de Holguín.
En esas épocas la rara vez que vocalizábamos el Himno con disonancia y con desgano, los maestros nos lo hacían repetir sin imposiciones; bastaba que nos dibujaran escuetamente la hermosa leyenda de Perucho sentado en la montura del caballo, rodeado de un pueblo hecho río que le pedía con fervor y locura la letra de fuego... de luz.
«No sirvió, vamos a entonarlo como los mambises, que lo escuchen ellos donde quiera que estén», nos decía la maestra Elba Dora cuando bajábamos el tono.
Y a la sazón casi siempre nos erizábamos de la cabellera a los calcañales coreando ese himno de signos, lo cantábamos con tal pasión que ardíamos más que nuestras pañoletas rojas o azules. De modo que crecimos venerando esas estrofas que desde la distancia nos provocaban el bello gesto de deferencia y de respeto.
Por eso ahora, ante el susurro ocasional, me pregunto cuántas Elba Dora o semejantes a ella existirán en las aulas. Cuántos habrá que sepan dibujar la leyenda de Perucho y del mar de gentes a su alrededor. Cuántos en los hogares disertarán sobre los símbolos patrios, como hacían aquellos padres rectos que parecían desentenderse del cansancio escolar cuando entrábamos a la casa.
En la aparente nimiedad de esas incógnitas uno divisa que ese socorrido «rescatar la historia», del cual se ha hablado tanto desde las asambleas de balance de la Juventud hasta el actual Congreso de la FEEM, no es cosa nada fácil ni tampoco caprichosa.
Ese himno, que precisamente en este 2008 cumple 140 años de su estreno público, late en un pasado de circunstancias sublimes que es preciso redescubrir con inteligencia. En los susurros apáticos de algunos, narrados al principio, habitan casi los mismos peligros vinculados con la amnesia histórica, esa que derrumbó proyectos humanistas en otras latitudes.
«No se puede amar lo que no se conoce», se ha dicho repetidamente por estos días en esos debates sobre la historia nacional. De tal frase emana un reto bastante espinoso, que sobrepasa el ambiente de los pupitres.
Lo que se ama palpita en las venas, jamás se desdeña, jamás se irrespeta, pudiera agregarle a estas cavilaciones sobre un símbolo de Cuba. Sin embargo, ese camino para encontrar el amor duradero está tan cargado de obstáculos que requiere más que la agudeza juiciosa y la grandeza del corazón.