Por sencillo que parezca, el tema de la centralización en nuestro país tiene sus complejidades, que son imposibles de abordar en un solo comentario. No obstante, en medio de esos entuertos, aparecen dos situaciones muy claras. Por una parte, más que los recursos, están las acciones que durante años han tratado de sostener un nivel de justicia y eliminar las diferencias sociales. Sin embargo, por el otro lado y como un alter ego en negativo, también están circunstancias en las que un dirigente o un colectivo laboral y hasta una comunidad deben esperar de modo pasivo por las decisiones del superior.
Es en esta última realidad donde aparece «la canalita». O, más bien, la actitud de acomodarse a lo que venga, a no molestarse en tomar la iniciativa y a dejar que otros decidan por mí. Curiosamente, tal comportamiento aparece con expresiones de un fuerte sentido protector («No, no, eso no está orientado») o de inacción («¡Qué va, si no han dado los recursos; no se puede hacer nada!»).
«La canalita» ha venido a convertirse en el sofá oportuno para que el burócrata se acomode o se proteja contra las críticas. Sin embargo, personas honestas, sin ánimo de adquirir estatus, comulgan con esa mentalidad por la sencilla razón de que se han formado en su contexto. En consecuencia se origina un círculo vicioso, donde casi todo se detiene y nada parece cambiar.
Y allí están. Fachadas que no se pintan, aceras que no se arreglan, los ventanales de una escuela o del médico de la familia que no se reparan. Y al final, siempre la aclaración constante: «Hay que esperar, compañeros. Ustedes saben que no han llegado los materiales».
Meses atrás reportábamos sobre una reunión donde un dirigente político le llamaba la atención a otro por la inactividad que se apreciaba en el área bajo su mandato. Allí se mencionaba un concepto, el del esfuerzo propio, que no es más que apoyarse en las posibilidades autóctonas, dígase las personas que habitan en un territorio.
«¿Tú tienes albañiles en el municipio, carpinteros, gente que sabe de electricidad, uno aunque sea?», le preguntaban al hombre. «Sí, los tengo», respondía él. «¿Y entonces por qué no los convocas?», le insistían. El aludido encogió los hombros. No dijo nada; luego armó un discurso exculpatorio, pero lo interesante fue el silencio. Parecía a punto de decir: «No me dieron los recursos, no me dieron la indicación, no me dieron la seña».
Es cierto que la huella dejada por el Período Especial no se puede superar solo con esfuerzos propios. Pero una cosa es enfrentarse a las carencias de importantes recursos para la rehabilitación de la infraestructura de una comunidad y otra muy distinta es apreciar cómo se deteriora el entorno de un pueblo, teniendo personas a mano que pudieran y desean realizar ese trabajo.
Lo anterior lo apreciamos, sobre todo, en los poblados pequeños. Para nadie es un secreto que, por la acumulación de problemas no resueltos, las grandes ciudades del país absorben recursos que no son posibles destinar en las cantidades debidas a núcleos urbanos más pequeños.
Sin embargo, en esos lugares cualquiera observaría detalles que no ameritan la participación de una gran empresa o una decisión «ultrasuperior» para ser enmendados, y que pudieran serlo con la gente del barrio.
Pero ocurre que no. Que no se produce la mejora porque allí está «la canalita» con su lista de argumentos, caminos al vacío. Y en medio de esas justificaciones ocurre el olvido principal: el pueblo con sus infinitos deseos de actuar.