Cualquiera pudiera sonreír con la lectura de este párrafo que, lógicamente, no fue calcado de la vida real. Sin embargo, esa presunta ficción lingüística dibuja un vicio nada cómico y sí demasiado grave que nos azota en estos días con cierta frecuencia: la repetición mecánica de frases de cualquier tipo.
En innumerables circunstancias —no solo en asambleas, mítines y congregaciones— saltan a la luz personajes que parecen haberse pasado las dos noches anteriores memorizando textos «hermosos al oído» para dispararlos con rimbombancia frente al público.
Citan y recitan con frialdad locuciones de héroes, o líderes, de clásicos o contemporáneos, aprendidas con tal grado de rigidez que el olvido de un solo término hace despeñarlos por el precipicio del ridículo.
A veces halan por los pelos la oración prefabricada; la insertan a la fuerza en una perorata sobre los «huertos intensivos», aunque el pensamiento memorizado se refiera a la importancia de la música salsa.
Y en ocasiones llegan a trastocar —o a inventar— autores, fechas y circunstancias, lo que puede conducirlos a asegurar que alguien sagrado de historia expresó: «Robar libros no es robar».
Por supuesto, no resulta un pecado acudir a la sentencia bella que en otro tiempo glorificó el lenguaje y estremeció conciencias, corazones, almas. No es yerro ni barbaridad transportar al presente la idea pasada que ahora sigue siendo roca ante lo dúctil o lamparilla ante el ocaso.
El pecado, superlativo, se anida en que esas frases aludidas casi siempre se pronuncian en un ejercicio de robotización del intelecto, como un acto de imitación del papagayo, un animal que puede articular palabras de otro pero no piensa, ni crea, ni imagina nada.
La barbaridad radica en que esas declamaciones, en oportunidades, nacen al tratar asuntos trascendentales de una fábrica, de un territorio o de la mismísima nación.
En esta era, por ejemplo, he visto pasmado cómo algunos han puesto de moda, ante cualquier problema terrenal o divino, el recital del concepto de Revolución, como si con él abrieran el sésamo fabuloso o frotaran la conocida lámpara del cuento.
Bien nos alertó Raúl, en su inolvidable discurso del 26 de Julio en Camagüey, que para avanzar y crecer como pueblo necesitamos llevar a diario —de manera creadora y renovadora, no como autómatas— el significado de esa Revolución conceptuada oportunamente por Fidel.
Esa Revolución es teoría y filosofía, claro. Pero, por encima de todo, hechos, acciones, actitudes. No se parece en nada a una abstracción, ni a la forma invisible del viento, ni al concierto de un papagayo que no ha aprendido todavía —¡no quería terminar mi intervención sin señalarlo!— que aprender de memoria es, como dijo Varela, el mayor de los absurdos.