Foto tomada por Mordechai Vanunu al núcleo de un arma atómica, en Dimona. Dos países quieren construir cada uno una central nuclear para abastecerse de energía eléctrica.
El primero de ellos es la República Islámica de Irán. «¡Hum! Eso habrá que analizarlo muy, pero que muy detenidamente». El segundo es Israel. «¡Pues adelante!, está en todo su derecho».
Este comentario, no obstante, no se centrará en comparaciones. De sobra han sido mencionados durante estos cinco últimos años los tropiezos —llámense sanciones o amenazas— que ha encontrado Teherán en su camino para dotarse de un programa nuclear que le asegure el suministro energético. Lo que demuestra que un derecho puede serlo si quien desea ejercerlo está en el lado de los «simpáticos», y no serlo para quienes son considerados «antipáticos».
En el caso de Israel —que está en la acera simpática—, el ministro de Infraestructura, Benjamín Ben-Eliezer, ha anunciado planes para edificar una nueva central nuclear en el sureño desierto del Neguev, algo sobre lo que el gobierno del primer ministro Ehud Olmert «va a tomar una decisión histórica». Ocho años demoraría la conclusión de la obra, que reforzaría la capacidad de generación eléctrica del país.
Hasta aquí todo bien. El acceso a este tipo de energía ha de ser una prerrogativa de todas las naciones sin distinción.
Donde se traba el paraguas es en la supervisión. ¿Cuál es el problema? Que Israel ya dispone de una central nuclear en el Neguev: Dimona, la cual, desde sus comienzos, ha estado fuera del control de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA).
El mentado organismo internacional tiene entre sus funciones verificar que el material nuclear no sea empleado con fines militares, además de ayudar a los países con instalaciones de este tipo a mejorar la seguridad, a entrenarse para enfrentar posibles emergencias, y a proteger a las personas y al medio ambiente de la potencial exposición a peligrosas radiaciones.
Pues bien, ningún experto de esa instancia ha puesto jamás el dedo gordo del pie en Dimona, construida entre las décadas de 1950-1960 con ayuda de Francia, y en su momento hecha pasar ante los más curiosos —CIA incluida— como una simple fábrica de fertilizantes.
El 19 de junio de 1981, la resolución 487 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada por unanimidad, pidió a Israel que sometiera «urgentemente sus instalaciones nucleares a las salvaguardias de la Agencia Internacional de Energía Atómica». Quizá les faltó incluir un apartado que expresara: «Se repartirán cómodas butacas a los miembros del Consejo mientras esperan que Israel acceda».
Precisamente fueron las revelaciones de un ex técnico israelí, Mordechai Vanunu, en 1986, las que quitaron el velo a lo que muchos sospechaban: que en Dimona se producían los componentes para fabricar bombas atómicas. Y cálculos realizados sobre la base de los datos aportados por él, dan para pensar que Tel Aviv almacena ya más de 200 armas de este tipo.
Hasta hoy, la política oficial de Israel es decir que «no seremos los primeros en introducir armas atómicas en Oriente Medio». O sea, ni desmiente que las posee, ni lo admite. Se denomina la «ambigüedad nuclear», si bien hasta las tilapias del río Jordán están enteradas de la verdad.
Este armamentismo descontrolado ha sido el fruto directo de la falta de inspecciones internacionales. Aunque no el único. Según Uzi Even, doctor en Química de la Universidad de Tel Aviv y miembro del Parlamento israelí, quien trabajó en los años 60 en Dimona, el reactor «es viejo y peligroso; debería ser clausurado».
«El secretismo —añade— ha creado un área extraterritorial en Israel, donde los procedimientos estándares de supervisión de la seguridad no funcionan. La seguridad de los trabajadores, los controles medioambientales y los procedimientos de seguridad industrial no son revisados, y hay miles de personas trabajando allí».
Un documental de BBC, transmitido en 2003, recogía algunos testimonios de trabajadores que aseguraron que las explosiones y las fugas de gas tóxico son muy comunes allí, mientras que varios obreros se han visto afectados por el cáncer a causa de las radiaciones y han debido irse a casa sin ninguna compensación.
Si esto pasa en Dimona, ¿alguien avizora que el panorama será distinto en la nueva central nuclear? ¿Abrirá Israel las puertas de esta para que la AIEA haga su trabajo, mientras deja vedado el acceso al antiguo reactor? ¿No le será más «consecuente» impedir la entrada tanto a la una como a la otra?
Aunque hasta hoy no se ha removido ni un centímetro de terreno, no hay que ser un experimentado profeta para adivinar cómo el «simpático» hará las cosas dentro de ocho años...