RAFAEL Cárdenas, de Artemisa, me escribe al periódico. En síntesis, él está convencido de que la falta de sentido crítico corroe cotidianamente nuestra vida social. Dice que hay quien vive en un pequeño mundo de desazón y desencanto. Que se queja sistemática y superficialmente de la calle, del transporte, de la burocracia, del costo de la vida, del trabajo, de la salud, de la mala fe de los demás, del calor y de la sequía. Hay quien da a ciegas la culpa de todo al otro y vira la espalda. Hay quien confunde la ética con la estupidez, la felicidad con las cosas y la política con lo que mejor le sirve. También, quien descalifica las ideologías en razón de algunos que se apropiaron de estas y repiten meras consignas en las que no creen.
Este no es el mejor de los mundos, Rafael, y para demostrarlo bastaría repasar los lastres que nos dejó el período especial y los problemas que nos encontramos con solo asomarnos al agromercado o cuando hacemos el intento de movernos de un lado al otro de la ciudad. Pero no quiero volver sobre lo que tanto se habla y mucho menos recurrir a la técnica que en Juventud Rebelde llamamos «del pero enfático», que es advertir una desgracia para luego, como quien frena en seco, contraponerle una a una nuestras conquistas sociales, un modo tan peligroso como el otro de desmovilizar e impedir que la gente luche contra lo que está mal hecho. Los problemas, efectivamente, están ahí, pero hacen casi tantos estragos como el desencanto, que es el pretexto cómodo para ponerse al margen y para convivir con indiferencia con el robo, el maltrato, la banalidad y el desaliento. E, incluso, para envolver en una pegajosa opacidad las relaciones con la política, con la ética y con el objetivo de nuestras propias vidas.
Así es fácil ser pasto de dogmas y fanatismos y caer en las celadas de lo que está de moda, que se meten por la puerta trasera de nuestras casas. Lo digo por experiencia propia. Tengo una hija adolescente, con quien lidio todos los días para demostrarle que ser feliz no es enajenarse; no significa vestirse de camuflaje, pintarse el pelo de tres colores y engancharse en el dedo un enorme anillo plástico con la palabra «love». Que la moda suele ser servilismo ante una seudocultura que no solo la desprecia a ella y a las niñas de su edad, sino que es apócrifa. Por ese camino es tan fácil llegar a la cursilería y a una vida mediocre, como al desencanto, que es pariente directo del sometimiento incondicional a los valores ajenos, de la conformidad, de la desconfianza hacia los demás, de la apatía, del derrotismo y de la doblez. «El único antídoto es la transparencia y la sencillez, y mirar la vida, a pesar de sus tinieblas, como cosa sagrada», aconsejaba a sus alumnas la maestra y Premio Nobel chilena Gabriela Mistral.
El camino de la libertad está lleno de trampas propias y ajenas, pero reconocer y defender aquello que creemos justo, es lo más parecido que conozco a la felicidad. La libertad no es resignación ni cinismo. Defenderla, Rafael, es más difícil que aceptar como carneros actitudes y órdenes que hasta hace muy poco habríamos enfrentado o por lo menos nos habríamos manifestado en contra.