Se me ha nublado en el recuerdo el día en que presencié por primera vez la escena. Aquella en la que varios «botelleros» se colocaron desordenadamente casi en el centro de la vía para mostrar, como señales de stop, sus respectivos abanicos de billetes.
No fue siquiera en los tiempos inaugurales del período especial, sino mucho después. De modo que llegué a creer que se trataba de la iniciativa de un grupo trasnochado y ansioso, capaz de pagar a precio de cielo el aventón, aunque fuera en uno de esos tractores sin luz que circulan a diario por nuestras pistas.
Pero el reloj me ha desengañado contundentemente. Hoy, al giro de los años, las carreteras se han plagado de viajeros con ramilletes monetarios en sus manos. No hace falta la lupa para encontrarlos a toda hora del día en cualquier tramo de Oriente o de Occidente; unos con ademán de ruego, otros con el gesto de cañona... todos con el afán de comprar el favor de algún conductor «buena gente».
Una ojeada simplificadora y realista nos haría caer en la conclusión conocida de que el transporte público en Cuba, a pesar de las últimas inversiones, se mantiene demasiado espinoso y resbaladizo.
No obstante, el asunto requiere lecturas más profundas. Hay que saber que no todas las cosas son lo que parecen. O, al menos, tienen varias caras latentes debajo de la principal.
Ahora mismo, por ejemplo, recuerdo aquellas botellas arriesgadas de la Universidad, cursada entre 1990 y 1995. Fue la época crítica y desesperada en la que llegamos a viajar hasta en el techo de los trenes; y, sin embargo, rara vez se veían esos abanicos de billetes en las carreteras, aunque sí conocíamos entonces los manejos subrepticios para adquirir un pasaje a sobreprecio aun en el «lechero».
¿Por qué ha surgido ahora este intento de seducción con el dinero en la mano, a la vista de todos? ¿Dónde están las raíces de esa tentativa de sobornar en plena vía lo mismo al conductor de una Yutong que al de un Lada con chapa color marrón?
Resulta fácil comprender que la mentalidad de algunos en Cuba, lejos de evolucionar con la disminución de la crisis, ha recalado en la filosofía del dinero, esa que cree conseguirlo todo con el capital en la diestra y supone que «todo hombre tiene un precio».
Hace unos meses, en Holguín, un viajero le propuso al conductor de un vehículo estatal que lo había transportado gratuitamente desde un punto de Granma «30 pesos hasta la otra salida de la ciudad». Cuando el chofer le explicó que esa no era su ruta y que, además, no cobraba favores, el hombre aumentó varias veces la propuesta hasta que, derrotado, le dijo: «Siga con su bobería, se va a morir».
Como ese viandante hay miles en este país; no nos engañemos con cuentos de camino.
Tampoco es difícil razonar que la soñada solidaridad —tan ponderada por nuestro proyecto social— se nos ha ido, en algunos casos, a bolina. Bien por sobrentender que «regalado se acabó», o por las asperezas de un tiempo que saca a flote el egoísmo y el «luchar para vivir» en detrimento de nuestros semejantes.
Si miles de viajeros siguen proponiendo «botella» a los choferes de carros estatales con el dinero como seña es porque existen conductores que se detienen ante la oferta.
No escribo estas líneas para indagar quién tiró la primera piedra, si el pasajero o el timonel. Tampoco pretendo sermonear a todos los conductores, muchos de los cuales deben desinflar sus bolsillos para mantener los vehículos estatales en estado óptimo, una extraña práctica ante la cual las instituciones fingen vista gorda o toleran abiertamente.
Mas no exonero a esos que pasan como saetas por las terminales o por los nombrados puntos de transportación masiva «porque andamos alquilados» y después se detienen diligentes en la mismísima Central a recoger a pasajeros cargados de sacos, quienes previamente les han enseñado no los dientes (de ajo o de la cara), sino un bulto de billetes.
Hace más o menos un mes, en largo viaje en uno de esos ómnibus modernos, un conductor frenó con disimulo en plena autopista para recoger a «unos amigos».
Los sujetos andaban borrachos y por poco la forman en la guagua. Suerte que, de tanto trago, se durmieron. Al desmontarse, medio acalambrados y soñolientos, se despidieron con una frase hecha en la calle, que delataba aquella vieja «amistad»: «Gracias, puro, aunque nos arrancaste el brazo, cab...».