¿POR qué gusta el reguetón? A la pregunta, una joven, dentro de un grupo, contestó: «Porque es contagioso, tiene un ritmo que pega». Y un muchacho dijo: «Porque tienes libertad para bailar; haces cualquier movimiento loco y nadie se ríe de ti, no es igual que la salsa». Lo interesante es que sus respuestas fueron similares; pero también sus silencios.
Ninguno dijo si esa música era buena o mala. Más bien, cuando se les mencionó, reconocieron que sí, que aquella letra de «pobre diabla...» se emparentaba con la vulgaridad. Y, sin embargo, el reconocimiento se hizo como algo normal, quizá en señal de que sus mayores preocupaciones no eran precisamente oír, sino bailar.
Ahora, con este oleaje del «perreo», abundan las opiniones; aunque a veces resulta difícil entender si lo que se critica es el reguetón o las estridencias de cualquier tipo de música, que invade la intimidad del hogar gracias a la incapacidad de las autoridades para evitar que las indisciplinas de una o varias personas afecten a la mayoría.
Aun así, lo cierto es que aquellos que disfrutaron en vivo la época de Los Beatles, Eric Clapton y la Década prodigiosa ahora enfilan los cañones contra la generación de hoy y disparan adjetivos semejantes a los que ellos recibieron en los años 60 del siglo pasado.
Una de esas denominaciones es la que cataloga a los «reguetoneros» como muchachitos en divorcio con la inteligencia; sin reparar en individualidades, ni en capacidades de discernimiento, ni mucho menos en el universo musical existente en Cuba, caracterizado por su pobre diversidad a la hora de ser presentado al público.
Al oírlos, uno se pregunta: ¿Y es verdad?, ¿son los muchachos de hoy la prolongación de esas vulgaridades que liberan las bocinas?, ¿son tan simples y enajenados como para estar cautivos por siempre en el machismo de esas letras? Entonces, ¿por qué los mismos que bailan el reguetón escuchan a Buena Fe?
Todos podríamos pensar en otras interrogantes, y más cuando se habla con algún grupo de jóvenes y ellos expresan criterios que pondrían a meditar a cualquiera, a pesar de que andan bañados de sudor porque están en una fiesta donde se oye a «revientabafles»: «Pichea, mami, pichea», y así por el estilo.
Es cierto que el reguetón extendido en Cuba es sórdido. Pero se olvida —entre los tantos olvidos que hay sobre el tema— que esas vulgaridades no son nuevas y que las escuchamos antes al ritmo de otra música.
Los padres y los muchachos del ayer vivieron un tiempo en el que la música popular era marcada por su diversidad y entendida como una expresión de la poesía. Los jóvenes de hoy, por el contrario, han heredado un mundo donde las divisiones entre vulgaridad y belleza se diluyeron para darle paso a criterios más pragmáticos a la hora de reunir muchedumbres y con ellas, el dinero.
Puede que con el paso del tiempo, Don Omar y Daddy Yankee entren en las nostalgias de la juventud actual. Pero dudamos que sea porque encontraron en el reguetón, y en buena parte de la música que hoy se divulga en Cuba, el lugar para reconocerse en sus inquietudes. A lo mejor ese espacio está en sitios y maneras más íntimas y menos divulgadas, como muchas veces ha ocurrido. Y parece que, esta vez, no será la excepción.