CARCASSONNE, Francia.—En la pared de piedra están grabadas las palabras que, en el año 1244, escribió Guillaume de Puy Laurens: «Fueron quemados dentro de una cerca de palos y vigas, que fue encendida, y bajaron directamente al infierno». La imagen que la acompaña es la que cabría esperar junto a semejante prólogo: una mujer atrapada en una abrazadera de hierro, con bisagras que sujetan la cabeza, las manos y los tobillos de tal modo que ella está obligada a mantenerse arrodillada en el cerco de hierro. Este instrumento «portátil», conocido como «la hija del Barrendero», viajó por siglos de un pueblo a otro del sur de Francia y nadie podría establecer ahora cuánta sangre y confesiones, reales o mentidas, dejaron huellas en este instrumento de horror que ahora se exhibe en el Museo de la Inquisición y la Tortura, del Castillo de los Cátaros, en la ciudad de Carcassonne.
El Museo, una casita de piedra dentro del castillo, con habitaciones conectadas entre sí, está repleta de instrumentos para el suplicio traídos a Carcassonne de todo el continente: cinturones de castidad, cepos, jaulas, picotas, guillotinas, púas, hierros mutiladores, cadenas dentadas..., al menos un centenar de imaginativos aparatos que prueban que el estigma vergonzoso del castigo formaba desde entonces parte de la vida cotidiana de Europa.
No lo dice explícitamente el grabado de la entrada, pero es obvio que en este lugar los instrumentos y la locura están conectados entre sí: para los inquisidores, el infierno no comenzaba después de la muerte, sino antes. En el siglo de Guillaume de Puy Laurens, como en todos donde reinó la Santa Inquisición, la verdad era un hecho impersonal, fuera de la mente humana, una «cosa» encerrada en el cuerpo del hombre que, en investigaciones religiosas o civiles, debía ser extraída a través del martirio, con un procedimiento similar al utilizado por los alquimistas para probar la pureza del oro. No es casual que la etimología de la palabra «tortura» provenga del griego basanos, nombre de la tablilla contra la cual se frotaba el oro: si el mineral dejaba un rastro sobre el basanos, solo entonces tenía valor.
Las galerías del Museo de Carcassonne reproducen un ambiente medieval, perfectamente reconocible en algunas zonas de este planeta en pleno Siglo XXI. El viajero va de una habitación a otra, de un siglo a otro siglo, y descubre que la tortura pasó gradualmente de las salas inquisitoriales a los calabozos, y de ahí a las cárceles clandestinas, donde ha permanecido inalterable, maquilladas apenas las cadenas dentadas, las jaulas y los cepos. Basta mirar a la Base Naval yanqui en Guantánamo o a Abu Ghraib para saber que la humanidad camina vergonzosamente hacia su prehistoria.
Pero ese no es el único punto que sobrecoge en este lugar. Al museo del infierno se llega después de cruzar el paraíso: una ciudad fortificada, la bella durmiente custodiada por una muralla que bordean campos de girasoles, viñedos y ríos purificados por las piedras de la Montagne Noire (Montaña Negra). El escenario no ha cambiado en siglos. Es el mismo que vieron los pastores y los caballeros feudales de los cuentos de Perrault; el mismo que resistió las herejías de los cátaros y las arremetidas de los bárbaros; el que aun conserva, de un modo espectral, torres con pañuelitos al viento de las princesas cautivas y el zumbido de las ballestas disparadas en el fragor de las batallas.
Carcassonne es la grandeza y la miseria del ser humano, su belleza y su maldad juntas. Es la metáfora de lo que somos, una preciosa ciudad encastillada de prejuicios, de vergonzosos estigmas, de maldades inconfesables. Tantos, que en los tiempos que corren se necesitaría mucho más que una casa de piedra o un castillo para reactualizar este Museo de la Inquisición y la Tortura con las novedades de la «modernidad».