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Sospechosas acusaciones preceden las presidenciales en Colombia

La alarma está rodando desde diciembre cuando el director para el hemisferio occidental del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca dijo que hay una cantidad cada vez mayor de desinformación que tiene la intención de interrumpir el proceso democrático

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Huele a quemado y no por lo que Estados Unidos advierte, sino al contrario: por su misma «preocupación». Resulta que en Washington, donde hay políticos expertos en asomar las narices donde no los llaman, están alertas por lo que anuncian como presunta injerencia extranjera en las elecciones de Colombia cuando todavía faltan tres meses para los comicios.

La alarma, no obstante, está rodando desde diciembre cuando Juan González, director para el hemisferio occidental del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca —quien es de origen colombiano—, dijo que «hay una cantidad cada vez mayor de desinformación que tiene la intención de interrumpir el proceso democrático para un aliado clave».

Aliado clave de Washington, cierto. Pero eso de que «vamos a echar una mirada especial» para asegurarse de que «sean los colombianos quienes decidan sus votos» y no resulten «manipulados por actores externos», más bien parece una broma; o una vendita antes de que la herida sangre.

Tanta llamada de atención hace temer que aconteciera lo contrario de lo que EE. UU. pregona. ¿Acaso intentarían que se torciera el rumbo si gana un candidato que anuncie algo distinto a lo que Colombia vivió hasta hoy? ¿O serán ellos quienes quieran impedirlo?

El sentido protector de la advertencia podría adquirir significado cuando se atiende a la popularidad que cobra, de cara a las presidenciales, Gustavo Petro, un precandidato progresista que preconiza la paz y la justicia social, y que será seguramente el candidato del Pacto Histórico, una de las tres alianzas en liza junto a candidatos independientes. Los aspirantes a las coaliciones suman 15, contando tres que, hasta ahora, van solos.

Las alarmas fueron echadas a rodar desde noviembre por el senador de Florida, Marco Rubio, el primero en «advertir» que la supuesta injerencia busca «que surjan en Colombia figuras que no cooperen o trabajen tan fuerte con Estados Unidos, como se ha hecho (en Colombia) en los últimos 20 años».

Después de tanto lanzamiento, la pelota ha sido puesta directamente en manos del presidente Iván Duque durante la visita que realizó a Bogotá, el martes, la subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos, Victoria Nuland.

Según los trascendidos, ambos se reunieron para discutir sobre cooperación en seguridad regional, democracia y economía. De paso, anunció la donación de ocho millones de dólares para la Policía.

Pero lo que más destacó en su nota la publicación colombiana Semana fue el énfasis que, otra vez, Nuland puso en las presuntas «amenazas» de ataques cibernéticos de cara a los comicios, «desinformación» y propagación de noticias falsas que, dijo, «no son de origen colombiano».

Todavía fue más inexacta cuando habló del trabajo arduo de Estados Unidos en Colombia para «derrotar juntos el coctel del terrorismo, la violencia, las drogas, el delito y el ecocidio, una palabra que me acaba de enseñar el presidente Duque», confesó, jocosa.

Colombia, ciertamente, ha sido beneficiario privilegiado en América Latina de la ayuda militar estadounidense, que le facilitó partidas anuales de cientos de millones de dólares para la lucha contrainsurgente por medio del Plan Colombia —aún se las facilita—. A cambio, mantiene a sus hombres en las ocho bases militares que el Pentágono sigue usando a su antojo en esa nación, a lo que no se ha negado hasta hoy ningún ejecutivo colombiano.

Sí que son buenos aliados.

Y para el vecino latinoamericano que se preocupe por tanta parafernalia militar yanqui vigilando la región, y tanto marine cerca, el Pentágono tiene la frase archiconocida del lobo bajo el disfraz de abuela de Caperucita: «(Estamos allí) para cuidarte mejoooor».

Las verdades

El sol no puede taparse con un dedo como tampoco los motivos que eventualmente tendría el electorado colombiano para renunciar a votar por un candidato de derecha. Y eso no lo ha inventado la consultora de ningún otro país; lo dicen las encuestas en Colombia.

Resultaría poco objetivo suponer que las muestras de descontento evidenciadas en las varias semanas que duró el paro nacional de la primavera pasada, no busquen cauce en las urnas para procurarse un modelo distinto al que ha dado continuidad Iván Duque, quien le dirá adiós a la presidencia con un 70 por ciento de desaprobación.

La mala puntuación la recoge el hombre que aspirará a la jefatura de Estado por el partido de Duque y de Álvaro Uribe: el Centro Democrático, representado en estas presidenciales por Iván Zuluaga, quien no aparece precisamente bien punteado en los tempranos sondeos.

La represión, casi siempre feroz, que se implementó contra los manifestantes para que callaran, no los obligaría al silencio ahora, cuando estén solos ante la boleta. Ninguno de sus reclamos ha sido escuchado.

Los motivos de ese disgusto los pregonan también los activistas sociales y populares, no solo políticos, que en los tempranos actos de precampaña que tienen lugar ya en Colombia, y en las redes sociales, afirman que «nada impedirá el cambio».

Pero esas razones también están en las cifras que retratan al país más allá de las visiones halagüeñas que usan Duque y sus ministros cuando hablan del crecimiento económico conseguido en los últimos dos años —en torno al diez por ciento en 2021 y se estima que más del cuatro por ciento en este, según el FMI.

De acuerdo con los números dados a conocer el año pasado por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane), el 42,5 por ciento de la población colombiana estaba en situación de pobreza en 2020, lo que representa más de 20 millones de personas.

Ello significó un aumento de 6,8 puntos porcentuales en comparación con 2019, mientras 7,4 millones de personas vivían en pobreza extrema.

Muchos analistas insisten, además, en el peso de la inflación, que ronda poco más del cinco por ciento. Sin embargo, su impacto se incrementa sobre los hogares pobres.

Cierto que la pandemia impactó la economía y la sociedad, como en todas partes. Pero muchos piden más equidad.

¿Paz?

El otro motivo de preocupación que debe estar pesando sobre los ciudadanos es la inseguridad originada en la violencia, que se sigue cobrando vidas de líderes campesinos, sociales y populares, demostrando que el silencio de los fusiles conseguido con los Acuerdos de 2016 y que desmovilizó a las FARC-EP, no ha significado la llegada de la paz.

De hecho, los guerrilleros que entregaron las armas también están a merced de los crímenes, lo que hace imposible la reintegración acordada a la vida civil porque no se les garantizan ni esa ni el resto de las condiciones. La integridad es la primera.

Los postulados suscritos en La Habana entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP después de cuatro años de negociaciones se han cumplido muy parcialmente. Según expertos que siguen el tema, apenas se ha implementado un tercio de ellos.

En el centro de la violencia se adivina la disputa por la tierra, que significa el control de la producción y las vías por donde transitan los cultivos ilícitos que alimentan el narcotráfico. Y la impunidad sigue señoreando.

No por gusto la exguerrilla fue insistente en el planteo de que el problema de la tierra era condición sine qua non no ya para resolver el conflicto armado, sino para evitar más guerras.

Sin embargo, la reforma rural, que fue el primer punto acordado, y la consiguiente entrega de los títulos de tierra a los campesinos que la laboran, sigue en suspenso.

Según investigaciones publicadas por Indepaz (el colombiano Instituto para el Desarrollo y la Paz), más del 40 por ciento de las tierras no tienen títulos registrados, y la tenencia informal de ella es del 60 por ciento, de modo que el 75 por ciento de los cultivos de coca, amapola y marihuana se establecen en parcela ajena.

Tampoco se ha cumplido con el compromiso recogido en las actas de dotar a las familias campesinas de proyectos productivos y para el desarrollo rural integral, que les propicien sustituir los cultivos ilícitos.

Tienen proyectos productivos apenas el ocho por ciento de las 99 000 familias que hace cinco años firmaron convenios para el remplazo de esos sembradíos, y erradicaron sus plantaciones de coca.

Ello tiene mucho que ver con esa espiral sangrienta donde tienen presencia grupos paramilitares renovados que, supuestamente, habían entregado las armas durante los mandatos de Uribe.

Tan solo el año pasado fueron asesinados 171 líderes sociales y defensores de los derechos humanos, así como 43 exguerrilleros, sin contar a los muertos en las masacres, que en el lapso de esos 12 meses sumaron 96. También son víctimas los desplazados, obligados a dejar sus humildes casas y sus terruños si no quieren morir.

Nada podría darse por hecho de cara a elecciones para las que aún faltan tres meses. Pero esos factores no son fabricados fuera del país. Y pesan.

 

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