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Colombia crece: reverdecer de la injerencia

EE.UU. vuelve a lustrar la nación andina como rampa de lanzamiento hacia Venezuela y Latinoamérica

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Iván Duque lo ha calificado como una «nueva etapa» en las relaciones de su país con Estados Unidos, pero el programa Colombia crece será apenas otro escalón de nexos que supeditan la política colombiana a los intereses de Washington desde poco antes de los 2000, salvando los años más autonómicos de Juan Manuel Santos en el Palacio de Nariño.

No ha hecho falta rebuscar para saber que el proyecto, anunciado el mes pasado y confirmado hace unos días a propósito de la estancia en Bogotá del secretario de Estado de EE. UU., Mike Pompeo, será apenas un relanzamiento del Plan Colombia: el reverdecer de una estrategia que existe, solo que pasó su momento de esplendor. Dentro, o cerca del país, cualquiera se preocuparía.

Los propios hacedores del «nuevo» programa lo expresaron cuando dieron a conocer el propósito, todavía no bien descrito, el 17 de agosto, en una reunión donde se anunció que la pretensión es ayudar financieramente a Colombia para desarrollar el área rural… ¡y cuidado!: no lo harían otorgando créditos, sino con inversión privada. Eso podría significar que importantes zonas o entidades colombianas pasen a manos transnacionales.

Pero el propósito apunta a algo más complejo. Y tal presentación pública se justifica porque el Congreso de Estados Unidos ha sido reticente a entregar demasiado dinero a Colombia desde que se firmaron los Acuerdos de Paz (ya no hacía falta combatir a la insurgencia), y cuando está en franco entredicho el respeto a los derechos humanos en el país andino, plagado de asesinatos de líderes sociales y populares, y de exguerrilleros.

Cauto, el asesor de Seguridad de EE. UU., Robert O’Brien, expresó la semana pasada en Bogotá, en compañía de Pompeo y Duque, que «la Iniciativa de Crecimiento Estados Unidos-Colombia tiene como objeto potenciar oportunidades económicas lícitas en las zonas rurales proporcionando inversión privada, asistencia técnica e infraestructura para mejorar la conexión con los mercados».

Darían 5 000 millones de dólares, y pudiera aplaudirse: de acuerdo con esas declaraciones, el asunto sería sustituir cultivos y hacer llegar recursos a las zonas que no ha tocado la mano del ejecutivo, pese a que la atención al campo está recogida en los Acuerdos de Paz. Sería una manera de acabar en esos lares con la violencia, recrudecida las últimas semanas por masacres que rebasan las dos decenas de hechos de esa naturaleza.

Mas ese objetivo puede ser la pantalla tras la cual se ejecute cualquier cosa; ya sea en Colombia o en las naciones vecinas.

En la misma rueda de prensa, el Presidente colombiano fue más explícito: «El Gobierno de Estados Unidos ha visto la importancia que tiene para nosotros combatir el narcotráfico y el terrorismo, y la importancia que tiene para nuestro país combinar esfuerzos de seguridad y justicia, llegando con inversión a los lugares afectados por la violencia», comentó.

En cualquier caso, el fracaso de esa supuesta estrategia yanqui contra las drogas, está demostrado. Pese a su amplitud, la asistencia militar estadounidense entregada con tal declarado motivo durante los últimos años, no cumplió el objetivo de disminuir el cultivo o el tráfico de drogas desde Colombia. Según estudiosos, la producción de coca registró un aumento del 50 por ciento en esa nación entre 2008 y 2017.

Tampoco es algo que agrade la presencia estadounidense. Hace algunos meses, la llegada inconsulta de supuestos asesores militares levantó justificada alharaca de disgusto. Colombia está viendo llegar efectivos yanquis desde los tiempos de los expresidentes Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, entusiastas auspiciadores del Plan Colombia, firmado cuando Bill Clinton se sentaba en el Salón Oval de la Casa Blanca. Y la población rural conserva el sabor amargo de violaciones, y otras tragedias ocasionadas por la soldadesca foránea.

Una observadora de tanto creer como la exsenadora y luchadora social Piedad Córdoba no ha descartado, incluso, que las masacres sin razón que hace varias semanas se ceban sobre jóvenes inocentes en las áreas apartadas, podría obedecer al deseo de hacer ver que es necesaria la andanada de uniformados yanquis que se avecina.  

No de balde, entre los presentadores de la iniciativa en agosto se encontraba el jefe del Comando Sur, Craig Faller.

Numerosos analistas han apuntado que la real motivación del Plan Colombia fue la contrainsurgencia, y denunciado la manera en que el dinero aprobado por el Congreso de EE. UU. —supuestamente, también entonces, para desarrollar el campo— se destinó a la guerra.

Eso, sin contar la participación en el conflicto militar del sofisticado aparataje bélico de Estados Unidos, incluyendo los poderosos radares que vigilan a toda América Latina, y la proliferación en Colombia de sus bases militares.

Según el Premio Nobel de Economía Noam Chomsky, tal fue el impacto del Plan Colombia que dicha nación obtuvo en esa época más recursos militares de EE. UU. que toda Sudamérica y el Caribe. Fue el segundo país del mundo más beneficiado por tales entregas, después de Israel.

Hace un año, la revista Semana apuntaba que en los «dorados años fiscales» de la relación Colombia-EE. UU., la «cooperación bilateral» llegó a los mil millones de dólares en el año 2000. Pero con el Plan Colombia el dinero llegó a los 16 900 millones de dólares registrados hasta 2016, según entendidos.

Las siete importantes bases militares de Colombia donde EE. UU. tuvo fuerte presencia.

No hay ahora derroteros contrainsurgentes que justifiquen la nueva «asistencia».

Y resulta demasiado evidente el apego del mandatario colombiano a la estrategia de EE. UU. para América Latina. Su confesa adhesión al viejo y falso discurso estadounidense de lucha contra el narcotráfico para injerir en la región, fue ratificada durante su discurso del presente período de sesiones de la Asamblea General de la ONU, cuando Duque declaró que la democracia venezolana es una «dictadura sostenida por el narcotráfico».

Mientras, siguen lloviendo las denuncias desde Caracas acerca de la labor de zapa que se ejecuta desde Colombia contra el ejecutivo de Nicolás Maduro, tildado por la Casa Blanca de «narcoterrorista» sin sostén alguno. Ese territorio ya ha sido utilizado para agresiones como la falsa ayuda humanitaria que se quería introducir, provocativamente, en Venezuela, en febrero del año pasado, y para maniobras de infiltración mercenaria como la desarticulada Operación Gedeón.  

El esperado y ya sabido desconocimiento de Washington a las elecciones venezolanas de diciembre, que deben renovar el Parlamento en desacato y devolver la plena institucionalidad, hace temer que EE. UU., en última instancia, mueva esa famosa carta que la Casa Blanca hace rato dice mantener sobre la mesa: una «solución» militar contra el chavismo, o más desestabilización.

Los recaudos parecen aún más necesarios si se recuerda que media el intento releccionista de Donald Trump, contra el cual brega su pésimo desempeño frente a la pandemia y el auge de la violencia policial por motivos raciales, entre otros males que favorecen a su contrincante, Joe Biden.

 Trump quiere ganar votos a toda costa y, con Colombia crece, Duque parece montado en la aventura.

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