CARACAS.— A mil metros sobre el nivel del mar, en la misma estación de Maripérez que el cronista anónimo atraviesa un sábado cualquiera, fue vitoreado una vez, al bajarse del teleférico en sentido inverso, el barbudo que sin quitarse el verde de otra Sierra llegó un día a Caracas en su primera visita internacional desde su triunfo en enero.
Era 1959 y muchos venezolanos acompañaron a Fidel hasta el Paseo de los Próceres, pero antes el joven líder, orgullo de un continente esperanzado, había descendido por la ruta de tensores que, entre picos, tajan las nubes a la vera de un mar a veces visible, a ratos soñado.
Fidel, que en el aeropuerto Simón Bolívar había sido aclamado por 30 000 caraqueños, que había inundado de palabras la imponente Plaza del Silencio y que en la Ciudad Universitaria conquistó al mismísimo Pablo Neruda —si alguien escribe mi historia, pediría entonces el poeta, que diga que le he conocido—, marcó en lo alto una fecha del teleférico: 25 de enero.
Tras los trabajos de la compañía alemana Ernest Heckel, de Saarbrucken, el dictador Marcos Pérez Jiménez, que dispuso su propia cabina, inauguró la obra en diciembre de 1955. Poco después, el 23 de enero de 1958, fue derrocado y perdió, con el poder, el privilegio de semejante carroza celestial. Al cabo, huyó del país en un «teleférico» sin cables: su avión, por alguna razón llamado «la vaca sagrada».
Pasaron años y Gobiernos, faltaron mantenimientos y aquel teleférico estuvo en desuso hasta que pasos, traspasos e inversiones condujeron al actual Waraira Repano, de 68 cabinas, fabricado por la empresa austriaca Doppelmayr y operado por la estatal Ventel porque, como la tierra, Hugo Chávez —que lo visitó más de una vez— tuvo que empezar la ardua tarea de recuperar hasta el cielo para su pueblo.
Así está ahora, en el Parque Nacional Waraira Repano —sierra grande, en la lengua de los caribes originarios—, principal balón de oxígeno y atracción turística de Caracas. El Naiguatá, pico más alto del parque, se empina hasta 2 765 metros mar arriba.
En 15 o 20 minutos, el teleférico vence sereno los tres kilómetros de abismo hasta la estación de Waraira, a 2 100 metros de altura sobre el mar, con el bellísimo fondo de Caracas derramada en el lecho del valle. Semejante fiesta de colores no es gratuita, pero políticas sociales establecen tarifas más cómodas para centros escolares y otros grupos protegidos.
Entre 3 000 y 4 000 personas suben el teleférico los fines de semana, para beber paisajes o desafiar equilibrios en la pista de hielo allá arriba emplazada. De vez en cuando pueden verse, entre magos, payasos, músicos, vendedores… pequeños grupos de cubanos que hacen un breve alto en su trabajo para asomarse al bello país que respaldan. Polizón en pequeña avanzada de cooperantes de la salud, el autor de los trazos subió —con su agenda en el bolsillo que late—, a cosechar estas letras.
Impresiona la Cruz lumínica de El Ávila, visible desde casi toda la ciudad. En Waraira, el hotel Humbolt, imponente cilindro de concreto sometido a reparación, provoca en el cubano una sola pregunta: ¿cómo estaría en las horas de aquel enero en que Fidel se convirtió en huésped fugaz y extraordinario?
A medio horizonte, desde la estación, se ve el pueblito de Galipán, fundado hace dos siglos por inmigrantes canarios. Atrapados en complicada geometría de curvas, ángulos y pendientes de bajada y ascenso, se llega a él y se tropieza con pequeñas calles de fondas y cafeterías donde cuatro raciones de almuerzo —porque la guerra económica también sube lomas— pueden costar un millón de bolívares.
Es otra niebla, la de precios, que el acecho ha impuesto a Venezuela, pero la mala vibra del acoso no alcanza a borrar la grata impresión que deja un poblado de casas escondidas dedicado a sembrar melocotones, fresas, duraznos, uvas, claveles, rosas y tulipanes. Los más osados pueden atreverse con el Calentaíto, un aguardiente que, bueno… cualquiera se imagina.
No, parece que no llegó a Galipán, pero en su visita al teleférico, Fidel hizo una corta caminata por los alrededores de Waraira. Amigo de las montañas, quién sabe cuánto aire familiar inhaló ante esa vista. No por gusto, dicen que en Caracas, evocando la guerra, comentó: si La Habana hubiera estado rodeada de lomas semejantes…
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