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Vehemencia

Hay que amar el deporte para vivirlo. O como reza un dicharacho popular entre hinchas: solo entiende la locura quien comparte la pasión

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

Ningún sentimiento emula al de la victoria, ese ramalazo mental que estremece, casi transforma el estado de embriaguez absoluta y enajena del mundo hasta a los más impasibles. Hay que amar el deporte para vivirlo. O como reza un dicharacho popular entre hinchas: solo entiende la locura quien comparte la pasión.

Lo he sentido y lo he testificado también en disímiles escenarios. Son dos esquinas opuestas la victoria y la derrota. Lanza a unos agraciados como tiras de confetis a la gloria y pega fuerte en el mentón de los derrotados, enviándolos a la lona del desconsuelo. Sean atletas o fanáticos, algunos reveses han derrumbado a auténticos estandartes de la cordura y la entereza física y mental.

Si lloró Messi cuando vio a su Argentina perder una final, ¿por qué no habría de llorar un simple mortal que sufre los desvaríos de un equipo que eligió a pura voluntad? Si enjuagó sus lágrimas un Dios en medio del escenario que le encumbró tantas veces a la gloria, perdonen, pero los demás son también proclives al derribe emocional.

Y créanlo, si todavía hay algún extraterrestre que no lo sepa: pocas cosas dañan tanto en este mundo como perder. No sé si seré el único —cosa que desearía con todas mis fuerzas por una simple cuestión de solidaridad humana— pero basta con una derrota de mi equipo para presenciar cómo el palo asestado por el fiasco arruina totalmente mis días.

Sin quererlo, el deporte ejerce como decisor tiránico en mi estado de ánimo. A veces me endulza con algún que otro triunfo, por lo general infrecuente. Pero otras, golpea satánicamente y me lanza al subsuelo de la decepción por la impericia de uno o varios atletas en los que, incluso cuando intento evitarlo, deposito toda mi confianza, como quien lanza una moneda al aire y apuesta en sus veleidosos movimientos todo lo que tiene.

Me han dicho de todas las maneras posibles que evite poner mi presión arterial en una balanza por emociones aparentemente anodinas. Pero de anodinas nada. Me resigno, tozudo devoto a los pies de los dioses deportivos, a creer que un partido o una competencia múltiple es puro entretenimiento. Para mí y para otros cientos de miles, representa algo más.

Y ya sé que a veces no merece la pena. Yo mismo he tirado la toalla, con el pensamiento de fondo de que algunos deportistas son millonarios y nosotros, los que sufrimos por ellos, solo seres microscópicos a su vista. También sé que el éxtasis del triunfo no compite con el amargor del revés. La derrota duele más de lo que se disfruta la victoria.

Pero digan lo que digan, pocos momentos guardan tanta emoción en este mundo como ganar. Puedo perder mil veces, que seguiré en busca del ansiado momento. Imposible evitarlo.

 

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