En el rostro de Ronaldo era sencillo advertir cierto dejo de timidez. Jugar allí, con la camiseta de su provincia, seguramente le alteraba la tensión por la responsabilidad que ello representaba, mas en el fondo al tocar la pelota cualquier sensación era despedazada por su talento y parecía como si corriera por aquellos campos de Viñales donde comenzó a querer ser futbolista.
Cuando Yampier entró a la cancha un aire de tranquilidad azoró los nervios del equipo porque verle, solamente verle, bastaba para sentir el sosiego de su experiencia, de saber que tendrían, cuando la cosa se pusiera peor, a quién darle el balón con confianza y encontraría soluciones con sus mañas de «jugador viejo».
Ronaldo correteó todo el partido de aquí para allá como galgo, sin cansarse, en ataque y en sacrificios defensivos. Pidió balones, se llevó uno, dos rivales como si dribleara conos incrustados en la yerba, y casi siempre terminó en el suelo víctima de faltas. Le pegó con potencia cuando pudo, una potencia inusitada para quien le veía, tan flaco como un fideo y todavía verde en la carrera por ser un buen futbolista.
Yampier entró cuando ya el tiempo agonizaba, a paso lento, trotando hacia la pelota para cobrar un balón parado. Siempre le confiaron los centros por la finura de su borceguí. Y aunque parecía cansado, le llegaban las pelotas una y otra y otra vez, y él las devolvía con eficacia, filtraba, le ponía la esférica en la pierna a sus colegas, a colegas que bien podrían ser sus hijos. O que en efecto lo eran.
Porque cuando entró a la cancha, Yampier quizá pensaba en el partido y en el poco tiempo que le quedaba para marcar diferencias y convencer a su entrenador de que la edad era un simple argumento secundario incapaz de desbaratarle las ganas de ser titular. Y quien lo vio en la banca pudiera ratificar tal conjetura. Brincaba con cada falta, le gritaba al árbitro, aconsejaba a los jóvenes.
Pero no. Cuando puso un pie dentro del rectángulo a la primera persona que observó fue a Ronaldo, su hijo Ronaldo, como diciéndole con una mirada que el orgullo le quería reventar cada una de sus articulaciones y que un día cuando lo vio bañado en sangre y envuelto en un pañal soñó con verle a su lado, en un partido de fútbol, pero no lo dijo por vergüenza y quizá porque ni por un segundo lo creyó posible.
Y aunque lanzó el centro al área y removió luego con su paso tranquilo los designios del partido, los cientos de minutos en un terreno de juego no bastaron en aras de conseguir la concentración suficiente para pensar en fútbol y sí en lo caprichosa y bonita que es la vida, caramba, que quiso ponerle allí aquel regalo tantos años después de imaginarlo mientras cargaba en sus brazos a un crío recién nacido.