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Los 180 000 «japoneses» del Maracanazo

Ni las colosales dimensiones del estadio Maracaná ni la atronadora torcida brasileña consiguieron imponerse al once uruguayo que en 1950 venció a la verdeamarelha en la final de un mundial de fútbol que hizo historia. En exclusiva para Juventud Rebelde, Daniel Chavarría viste la casaca de delantero y conduce hasta nuestra área chica sentimental su visión de lo que fue aquella herejía o bravata charrúa

Autor:

Daniel Chavarría

A Alcides Edgardo Ghiggia,

único oriental sobreviviente

del Maracanazo

Durante el año 1924, la pequeña República Oriental del Uruguay, entonces un ignorado territorio sudamericano para la mayoría de los europeos, sorprendió al universo deportivo al ganar en París y por amplio margen el fútbol de los Juegos Olímpicos; pero para el entusiasmado pueblo oriental#1, olímpico fue sinónimo de mundial.

Cuando la misma hazaña se repitiera durante las Olimpiadas de 1928 en Ámsterdam, con sólido fundamento, los orientales se ufanaron de ser los únicos bicampeones mundiales; y para albergar tanto orgullo, creció el corazón de la patria.

Ocurrió entonces que la FIFA (Fédération Internationale de Football Amateur), fundada en 1904, al promover el primer Campeonato del Mundo en 1930, no pudo negarse a acceder al reclamo de los flamantes bicampeones olímpicos, y Montevideo resultó la sede. Y allí ¿dónde si no?, en memorable final contra Argentina, los uruguayos fueron los primeros campeones oficializados por la FIFA; pero a las estadísticas emocionales de la pequeña nación ingresaron como tricampeones mundiales.

Cuando el Maracanazo de 1950 los volvió a cubrir de gloria, lo que la historia oficial registra como su segundo Campeonato del Mundo, para los orientales fue el cuarto.

Pero aplacemos por ahora la heroica historia del fútbol uruguayo para otro momento en que la pongamos en su punto y con lujo de detalles.

***

El auge del nazismo beligerante durante la década de los años 30 y la inminencia de la Segunda Guerra Mundial, etapa coincidente con los inicios del fútbol profesional europeo, destrozaron el ímpetu pacifista y de fraternidad universal programado por la primera FIFA; y el régimen fascista de Benito Mussolini, sin reconocerle autoridad internacional a ninguna institución, se permitió convocar en su país, para 1934, la así llamada Copa del Mundo; pero en ella se negaron a participar los equipos de Sudamérica que, instigados por Inglaterra y Estados Unidos, repudiaron la componenda nazi-fascista.

La Copa del Mundo fue ganada por Italia y resultó un certamen tan divulgado por la prensa, que en su edición de 1938 participaron 36 equipos y se jugaron eliminatorias preliminares para determinar los 16 finalistas. Ese torneo se celebró en Francia bajo los auspicios de la resignada FIFA, que, aunque en su sigla seguía invocando el deporte amateur, transigió en admitir la participación de atletas profesionales; y Monsieur Jules Rimet, como el poeta español, lamentó comprobar una vez más cuán poderoso caballero era don Dinero…

Luego, la Segunda Guerra Mundial impidió los campeonatos correspondientes a 1942 y 1946, y antes de pasar al relato de lo acaecido en 1950 en Río de Janeiro, permítasenos presentar al capitán y gran adalid de la escuadra uruguaya.

***

Obdulio Varela, alias Vinacho, fue un pardo de gran estatura, cuyas artes de magnetizador natural, dotes de actor eximio y psicólogo de las masas, silenciaron en Maracaná a una estrepitosa torcida2# de 180 000 «japoneses», como llamaba él a todos sus rivales, fueran jugadores o público.

La mágica gestión de Obdulio durante el llamado Maracanazo se inició ocho minutos antes de la final entre Brasil y Uruguay.

La arrolladora algarabía brasileña, con reventazón de cohetes, repiques de bombos y tambores, trompetas y cánticos que atronaban en el mayor estadio del mundo, sobrecogió a los hombres de Obdulio. El firmamento de estrellas fulgurantes que integraban el equipo amado de la torcida, con todo derecho y una razonable certidumbre, justificaba que los 180 000 «japoneses» celebraran por anticipado su consagración mundial.

Pese al triunfo de los orientales en 1930, las cosas se presentaron muy diferentes 20 años después.

En Bello Horizonte, durante los juegos eliminatorios, se lucieron con la mayor goleada del campeonato al vencer a Bolivia por 8 a 0, pero luego pasaron bastante trabajo y corrieron con mucha suerte para clasificarse e integrar el grupo de los cuatro finalistas junto con Suecia, España y Brasil.

En Pacaembú, estado de Sao Paulo, derrotaron a duras penas a Suecia 3 por 2. En ese mismo estadio perdían 2 a 1 contra España, pero casi al terminar, un gol de Obdulio, a 40 metros de la portería, les permitió el empate; y así llegaron, ¡uff!, tras un desempeño tan sangreado, a la final con Brasil.

Pero a nadie en las tribunas de Maracaná se le asomó siquiera a la mente la disparatada idea de que el equipo del pequeño vecino fronterizo por el sur, 45 veces más pequeño que el coloso de Sudamérica, pudiera tener siquiera el mínimo chance de escaparse a su correspondiente goleada. Ese era su destino, sancionado de antemano por todos ante el mejor fútbol del mundo en ese entonces, como indubitablemente lo era el de Brasil que, ya bien acoplado para la ronda final, venía de golear a Suecia 7 a 1 y a España 6 a 1.

Ningún «japonés» contó con que Obdulio capitaneara al equipo uruguayo. De hecho, desconocían a aquel brujo de treinta y pico de años, que corría siempre con la cabeza en alto sin mirar la pelota y con movimientos de una lentitud estatuaria, sobre todo al caminar.

Desde sus juveniles inicios en las improvisadas canchas de la periferia montevideana, su imponente figura frenaba a los belicosos guapos y matarifes de los barrios bravos. Con él nadie se metía. Algo superior emanaba de su estampa que desalentaba a cualquier malevo. Los otros jugadores de su equipo, sobre todo cuando ganaban como visitantes, debían enfrentar pedreas, golpizas, o huir semidesnudos con la ropa bajo el brazo, que a veces les quitaban o quemaban en los campitos. Ese era un final frecuente en las canchas marginales.

La primera condición de todo joven que aspirase a jugar un día en la primera división del fútbol profesional durante los años 40, era estar dispuesto a guapear en medio de las habituales trifulcas. Con el solo talento futbolístico en el Uruguay no se podía aspirar al fútbol grande, porque la única escuela que templaba la vocación y forjaba campeones, era el infierno imperante en los descampados del Cerro, la Teja, el arroyo Pantanoso, la Cachimba ’el Piojo, la Curva de Maroñas.

Sin ninguna excepción, todos los integrantes de la selección oriental se habían fraguado en esa terrible escuela primaria del fútbol; y algunos, como el Pepe Schiaffino, indiscutido crack del Peñarol de Montevideo, cursó también la secundaria en los campeonatos sudamericanos; y después de su prueba de fuego en el 50, luciría su clase en muchos estadios europeos. Pero ni el Pepe, ni ninguno de sus compañeros jugó hasta entonces en un estadio mayor que el Centenario de Montevideo, la Bombonera de Boca, el Núñez de Ríver o el Campín de Bogotá, instalaciones donde, según el grado de apretujamiento, cabían entre 50 y 70 000 espectadores. Ninguno había salido del túnel a enfrentar los 180 000 espectadores de la atronadora torcida brasileña que asistía a la final.

El team de Brasil fue el único que repletó en todos sus partidos el estadio de Maracaná. Ningún otro podía albergar la enorme demanda de su torcida, que también habría repletado un estadio para 500 000 personas. A los partidos de los uruguayos en Pacaembú asistió poco público. El máximo fue de 50 000 en el juego contra España.

Y si se piensa que en 1950 no existía televisión en ninguna capital de Sudamérica, es lógico comprender que los jugadores uruguayos no tuviesen sino una nebulosa idea de lo que significaba la torcida en acción, cuando hacía temblar el estadio de Maracaná. Nunca habían visto en número una multitud frenética, ni oído desde el terreno su estruendo ululante, como les ocurrió aquel memorable día de julio.

«Yo me cagué del susto, che, te lo juro», le confesó Schiaffino al entrevistador del periódico El País, de Montevideo, en los días del regreso triunfal.

Julito Pérez, que jamás viera semejante cataclismo en su vida, declaró que le temblaron «las patas».

«Los nervios me dieron como un mareo», reconoció un guapo de probada estirpe como el Mono Gambetta, según testimoniara al masajista Matucho Fígoli.

En medio de estallidos, pirotecnia, griteríos y el jolgorio, Obdulio percibió con claridad los estragos que la muchedumbre causaba en sus hombres.

Vio temblar al Pepe y la palidez sepulcral de Máspoli, y decidió tomar cartas en el asunto.

Para ello apeló a un recurso que solía emplear cuando necesitaba atraer sobre sí las miradas del público: recogió una pelota, se la colocó sobre la palma de la mano derecha, elevó el brazo hasta ponerla a una altura de dos metros y medio, y con ella en alto, hizo señas a su tropa para que lo siguieran.

Los 11 conocían sus trucos para alborotar a los hinchas contrarios y tras él caminaron dóciles, en apretado grupo, como los manípulos de combate precedidos por un centurión en las antiguas legiones romanas.

Aquel inopinado espectáculo desató risas, al tiempo que se armaban las primeras silbatinas.

Muy cerca del centro de la cancha, Obdulio detuvo su paso solemne, y sin bajar la pelota ni un centímetro de su absurda ubicación, comenzó a señalar en redondo con la otra mano y a hacer algunos gestos de menosprecio hacia las tribunas.

Obdulio sabía que su payasada con la pelota en alto no tardaría en recibir una respuesta masiva de la torcida y, en efecto, los chiflidos bajaron hacia el terreno como un vendaval.

Ya su experiencia le había demostrado que cuando él solo, sin ayuda de nadie, lograba atraer sobre sí la rechifla de un estadio repleto, siempre salía crecido, vigorizado, como si un extraño metabolismo del espíritu convirtiera en suya la energía de las multitudes.

Ningún «japonés» aquella tarde se imaginó tampoco que el pitorreo y la protesta de la torcida, le sirvieran de marco a Obdulio para su arenga e inyección de valentía al plantel oriental.

Siempre con la pelota arriba y esta vez la cabeza levemente gacha, les dijo:

—¿Ustedes ven a todos esos «japoneses» armando quilombo# en las tribunas?

Esta vez giró en redondo y los señaló con un ademán burlesco, pero durante un instante cerró los ojos e inspiró con avidez las ráfagas de la nueva silbatina que se precipitaba desde la cumbre del Maracaná.

—¿Y vos sabés, che Pepe, por qué están armando todo ese quilombo3?

Schiaffino era su mejor jugador, y sin esperar la respuesta volvió a preguntarle:

—¿Los ves? ¿Los ves bien?

Sin saber qué decir, el Pepe, siempre respetuoso ante Obdulio, se encogió de hombros, todavía muy atolondrado.

—Bueno, pero andá sabiendo que ESOS… —volvió a señalarlos y miró admonitorio al Pepe— esos NO JUEGAN; los que juegan son estos once ¿m’entendés?

Luego siguió con los otros:

—¿Te acordás Julito, de cuando te cagaron a pedradas en la Unión, y te robaron la ropa, y tuviste que volver a tu barrio casi en pelotas, a que tu vieja te pusiera fomentos pa’ bajarte los chichones?

—Y a vos, che Morán, ¿no te pasó lo mismo en Palermo?

—Y a vos, Alcides, en el Cerrito de la Victoria casi te linchan, ¿no verdá?

Al final argumentó que ninguno de ellos había jugado nunca en un lugar más seguro que el Maracaná, porque ahora ninguno de los 180 000 «japoneses» tenía acceso a la cancha, controlada por la policía metropolitana de Río de Janeiro y tropas especiales contratadas por la FIFA en varias partes del mundo.

***

La torcida, preparada para la inevitable goleada, la festejó por anticipado desde el pitazo inicial con su eufórico estruendo.

El propio Jules Rimet, presidente de la FIFA, también daba por consumado el triunfo brasileño, y tanto, que su discurso de clausura lo hizo traducir al portugués. Y mientras seguía de reojo las alternativas del primer medio tiempo, se repetía en un susurro las dificultades de pronunciación que él mismo subrayara en el texto. Era la primera vez que las radios de todo el mundo oirían su voz; pero según le confesara luego a un periodista parisino, cuando ya habían transcurrido 40 minutos sin goles, comenzó a intranquilizarse, porque de ocurrir lo impensable y el Uruguay ganar esa final, su discurso en portugués moriría en un latón de basura, impronunciado; y él tendría que clausurar el campeonato en francés, porque ya no tendría tiempo de aprendérselo en español.

Monsieur Jules Rimet, hombre ilustradísimo y con estudios clásicos, no ignoraba que la Diosa Fortuna solía escarmentar con terribles chascos a los infatuados que creían poder adivinar sus insondables designios.

***

El primer medio tiempo terminó sin goles. Ni siquiera hubo arremetidas peligrosas contra el arco oriental; pero para gran sorpresa e inquietud de la torcida, el portero brasileño pasó aprietos en dos ocasiones.

Durante el intermedio en los vestuarios, Obdulio se reunió con Juan López, el entrenador, y entre ambos trazaron un plan, pero el que habló al ya tonificado y ahora animoso plantel fue Obdulio, durante solo cuatro minutos.

Y como Cristo con sus discípulos, se valió de una suerte de parábola:

—Si una fiesta está buena, irse a otra es una gilada ¿o no?

Luego los miró uno por uno, y todos asintieron.

—Y aquí pasa lo mismo. Vamos a seguir jugando igualito que hasta ahora. Los «japoneses» de la cancha están cagados porque no pudieron hacernos goles; y si nosotros les metemos uno, se van a cagar también los de las tribunas; y van a empezar a morderse las uñas, y el silencio de los «japoneses» va a ser el jugador número 12 de nosotros.

Luego les explicó la táctica diseñada por Juancito López, para el caso de que el primer gol lo hicieran los brasileños.

El Pepe Schiaffino jugaría un poco más atrasado, y los demás debían canalizar todo el ataque por el ala izquierda, como si pretendieran entrarles por ahí.

—Sí, hay que tupir a los japoneses, pa´que se olviden del Pepe.

Y Juancito dio instrucciones precisas de que cuando el Pepe pidiera la pelota había que pasársela y él patearía desde lejos, porque lo hacía casi siempre con fuerza y excelente precisión. El gol del empate debería surgir de un engaño elaborado con tiempo y ejecutado por sorpresa.

***

El primer gol lo hicieron los brasileños a los dos minutos del segundo tiempo.

En medio del estruendo del Maracaná, Obdulio reunió otra vez al equipo, se puso a hacer enfáticas señas hacia el ala izquierda del terreno y volvió a ganarse la consabida silbatina.

La torcida estaba convencida de que tras aquel primer tanto, ya el equipo había destapado el tanque de los goles y ahora saldrían uno tras otro en incontenible chorro, como contra Suecia y España. Pero, aunque el arco de Máspoli estuvo muy asediado, transcurrieron 19 minutos sin más goles, y en el 21, el Pepe pidió la pelota, y le llegó cuando nadie lo marcaba. Los brasileños se habían olvidado de él como planeara Juancito, y con excelente puntería, su disparo sorprendió a Barbosa con un gol que nadie se esperaba.

Desde ese momento hasta el minuto 34, el Pepe, por propia inspiración, dio muestras del gran estratega que era y jugó un partido magistral. Atrajo sobre él la atención del equipo brasileño y comenzó a repartir juego hacia la punta izquierda, o hacia atrás, nunca hacia la derecha; y para nueva alarma de los rivales, de repente lanzó un tiro alto que cayó a los pies de Alcides Edgardo Ghiggia, el eléctrico puntero derecho.

En su loca arremetida, muy acosado por la defensa enemiga en avalancha, nadie sabe cómo, Ghiggia logró escaparse y avanzar paralelo a la línea de la portería hasta unos cuatro metros de Barbosa; y allí, alguna mano de los númenes olímpicos debió ayudarlo, porque coló la milagrosa pelota por el único espacio visible, de unos 30 centímetros, que mediaban entre el cuerpo del arquero y el poste izquierdo.

Cuando el pitazo del árbitro británico George Reader dio por terminado el partido, ante el ominoso silencio y el llanto mudo de 180 000 «japoneses», solo se oyeron unos pocos gritos de auxilio para socorrer varios lamentables casos de infarto, patatuses y soponcios de diversa índole.

1 Orientales se llaman a sí mismos los uruguayos, cuyo primer verso del Himno Nacional reza: «Orientales, la Patria o la tumba…».

2 “Torcida” llaman los brasileños a la ululante “hinchada”, “fanaticada”, etc., que apoya en los estadios diferentes deportes.

3 Quilombo, en Uruguay y Argentina, significa burdel, relajo.

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