Yarisley conversa con la prensa a su llegada a la Patria. Autor: Ricardo López Hevia Publicado: 21/09/2017 | 05:46 pm
Cuando le preguntaron en quién había pensado y qué había sentido al ganar esa medalla de oro en el recién concluido Campeonato Mundial de Atletismo bajo techo, comenzó a llorar. Yo soy un cronista sensible, pero evito escribir de estos asuntos, ya saben: emociones, lágrimas… es un discurso bastante trillado, pero a Yarisley Silva le sale de verdad, lo siente —a veces solloza como una niña— y provoca que olvide mi rol de tipo duro y caiga en lo manido como si estuviese reinventando un clásico, Rayuela, digamos. Para colmo, después la pinareña empieza a reírse y todos aflojan los nervios, el ambiente se relaja. Pone a uno en cada aprieto.
Nuestra campeona universal llegó a la Patria este miércoles, desde Sopot, Polonia. Arribó por la terminal tres del Aeropuerto Internacional José Martí, de La Habana, con la medalla en un estuche bien guardado, oronda, aunque sin rastro de alarde ni altanería. Hubo que pedirle que sacara su trofeo y se lo colgara para la foto. Atrás, como un goldfish en pecera —no solo por la cara de asombro y su boca abierta casi pegada al vidrio, sino porque un cristal lo separaba del grupo de reporteros—, un turista grababa el momento con su celular. En realidad, se veía algo confuso, como quien no reconoce nada ni a nadie, pero un uniforme con esas cuatro letras y una presea son motivos suficientes para activarle el olfato al más despistado de los «yumas». Ella lo saludó y hasta posó por cinco segundos.
Silva fue el chispazo que le otorgó a la delegación antillana el séptimo lugar en el medallero general de la justa del orbe, y el puesto 12 del escalafón por puntos. Consiguió el primer metal en la fecha del adiós, sin apenas roce internacional en la temporada, con deudas en el entrenamiento, mas con el mismo corazón de siempre. Claro que también aportaron los triplistas Ernesto Revé y Pedro Pablo Pichardo, plata y bronce, respectivamente, así como Yarianna Martínez (séptima en la misma especialidad) —ya habían arribado a casa—, pero uno, ya formado por este oficio de corre-corre, tiene que escoger una estrella para el relato.
La cosa apenas duró 15 minutos, como suelen ser estos momentos, justo a la salida del famoso tubo que conecta al avión con la sala de llegada. Un cuarto de hora con cámaras y micrófonos, con preguntas y vuelve a preguntar, con piropos merecidos y charlas sobre el futuro y los récords, con promesas de «esto no termina aquí».
Dentro de nada llora de nuevo. Lo curioso es que, cada vez que lo hace, algo grande trae en el bolso. Así cualquiera le coge el gusto a las lágrimas.