Cuando Peter Wald falleció en Hamilton, Canadá, su familia decidió que se quedaría con ellos en casa. Rezaron cada día para que resucitara, pero su cuerpo, por el contrario, se descomponía sin remedio. Si preguntaban por él, su viuda Kaling decía que estaba «en las manos de Dios». Pasaron seis meses y el muerto no enviaba ni un email. «Pensamos que todo saldría bien, pero finalmente no fue así», explicó la mujer. A esas alturas, nada pudo librarla de ser acusada de ocultar un fallecimiento.