Fotograma del filme Memorias del desarrollo. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:06 pm
Aunque este 2011 el público capitalino al parecer carece del entusiasmo de otros años con la celebración de la Muestra Joven, que por cierto celebra su primera década entre nosotros, el evento organizado por el ICAIC puede enorgullecerse de haber contribuido con la prosperidad de un entorno audiovisual juvenil, crítico, de temática contemporánea, independiente o enganchado de las instituciones oficiales, y apoyado en las nuevas tecnologías.
Habrá que investigar científicamente las causas de la ocasional inasistencia del público habanero (tengo la sensación de que ni siquiera los grandes taquillerazos de Hollywood están despertando el llenado de nuestros cines) porque vistas de cerca, y sin prejuicios, muchas de la obras que propone la Muestra reúnen de sobra requisitos para atraer la atención de cualquier espectador, sobre todo cubano.
A lo largo de los últimos diez años, la Muestra se las agenció, en primer lugar, para aportar un grupo de obras importantes que apaciguaron la desazón de algunos respecto a la invisibilidad del relevo en el cine nacional. Mediante el descubrimiento de la afinidad formal y espiritual entre los paradigmas del cine cubano histórico y las obras realizadas por decenas de cineastas noveles, el evento consiguió aunar las conciencias creativas y heterodoxas dispersas por toda la Isla, y vulneró la distancia establecida entre estos jóvenes y los veteranos que antes fueran innovadores y rebeldes.
Pero además de las virtudes de la Muestra, quisiera concentrarme en un puñado de las obras en concurso, que seguramente serán exhibidas en otras ocasiones, más allá de la pletórica y breve fiesta consagrada a los cineastas, hombres y mujeres, todavía en trance de mocedad y falta de avales o consagraciones.
Cuando me refiero a un puñado quiero decir, literalmente, un conjunto de cinco, similar a los dedos que se cierran para conformar un puño, y, por qué no, también para asestar un puñetazo, porque la inercia y la falta de ambición que a ratos paraliza nuestro entorno audiovisual merece ser sacudida, aporreada. Miguel Coyula, Marcel Beltrán, Milena Almira, Damián Saínz y Adrián Replanski se nombran mis candidatos para implantar las conmociones de este año.
Una de las más conspicuas y polémicas obras del audiovisual cubano reciente, aunque esté realizada fuera de la Isla, es Memorias del desarrollo, largometraje de ficción que logra convencer a casi todos los amantes del cine más arriesgado, por su afiligranado diseño de producción y esmerada composición fotográfica, entre varias virtudes. La excelencia visual arranca con la primera escena, que ocurre en un bosque de astas grises empinadas al cielo y desnudas de banderas. En una sola de las astas ondea la insignia norteamericana, contemplada con gélido desconcierto por quien será nuestro protagonista. El filme, antes que movilizar los mecanismos reflexivos sobre la identidad cubana trasplantada, intenta trazar los itinerarios de nostalgia e insatisfacción emplazados por la emigración. Casi todo lo que el espectador ve, a la vez lo observa desde su pasividad cuestionadora el protagonista absoluto, aquel mismo cínico, saludablemente inconforme, pero más gastado y taciturno, que hace más de 40 años nos presentaron Tomás Gutiérrez Alea y Edmundo Desnoes en Memorias del subdesarrollo.
Coyula ha logrado tender un sólido puente entre la posmodernidad rampante, en sus acepciones más nostálgicas, descreídas, fragmentarias, y el cine cubano del período clásico, con aquella esplendente vocación combinatoria de documental y ficción, y el sortilegio de combinar elementos contextuales y perspicacia introspectiva.
Sin renunciar para nada a una poética personal (avanzada desde sus obras anteriores premiadas, o estrenadas, en la Muestra como Tenedor plástico, Clase Z Tropical o Cucarachas rojas) el realizador ha destilado su voluntad de comunicación, y emprendió esta película ambiciosa, cargada de referencias transtextuales, concienzuda y meticulosa secuela de un clásico indiscutible, cuya majestad ha sido amorosamente retada, y de algún modo trascendida, por medio de las técnicas del collage fotográfico y sonoro que le confieren una voluntad alusiva y una ambición simbólica prácticamente insondables.
Si Memorias del desarrollo asume algunos códigos del documental y del videoarte para relatar su historia de ficción, y el opulento monólogo interior del personaje, Cisne cuello negro, cuello blanco, de Marcel Beltrán, Uno al otro, de Milena Almira, y Jeffrey, el proyecto, de Damián Saínz, constituyen formidables estudios de personajes a partir de las técnicas consabidamente testimoniales ligadas al más cabal retrato de individuos excepcionales. Sergio Abel fue tildado de loco y excluido de su familia, sin embargo el documentalista Marcel Beltrán potencia en 13 minutos la obsesión nunca infecunda de Sergio Abel por acercarle belleza, generosidad y esperanza a un grupo de niños pinareños. El documentalista tal vez tuvo la tentación de distanciarse irónicamente, cuestionar desde el intelecto la preferencia por cierto tipo de belleza, pero afortunadamente el realizador sucumbió al empeño virtuoso de su personaje, y nos entrega una a veces ambigua pero siempre eficaz deliberación sobre el futuro, la utopía, los sueños y el magisterio.
Con un don extraordinario para provocar la polémica, y desenmascarar prejuicios, Milena Almira resulta conocida para los asiduos a las Muestras por El grito, hasta la no siempre bien comprendida Alina, seis años. Con un especialísimo sentido del humor, y su cáustica, nada impostada, perspectiva femenina, la Almira reaparece con Uno al otro, en el cual hizo de directora, guionista, sonidista y directora de arte.
El singular documental cuenta una historia de amor, nada melodramática por cierto, y muy decidida a explorar los mecanismos de dependencia, chifladura, juego, placer, sacrificio y concesiones inherentes a cualquier pareja que haya vencido, momentáneamente al menos, la incomunicación y la soledad. Solo la muchacha habla para la cámara que la acosa, y al mismo tiempo ella traduce lo que dice él, su novio sordomudo, en un testimonio a veces gracioso, siempre conmovedor —sin golpes bajos o demasiado manipuladores— sobre algo tan grave y hermoso como el triunfo del amor. Y con esa frase me permito usar la retórica grandilocuente que, por suerte, Almira y sus personajes desestimaron.
Si la cercanía, afinidad o respeto por el protagonista, y su voz, es evidente tanto en Memorias del desarrollo, como en Cisne cuello negro, cuello blanco o en Uno al otro, en Jeffrey, el proyecto, el realizador Damián Saínz (a quien también se deben el guión y la edición) apuesta por una distancia bastante parecida a lo que llaman «objetividad» en el acercamiento a los sueños quizá perturbadores, y a la casi estoica obsesión con la forma corporal, con cierto tipo de plenitud y belleza, de un joven fisiculturista cubano.
Jeffrey, el personaje del documental, apenas solicita comprensión del público por sus ideales (que pudieran ser cuestionables según puntos de vista un tanto estrechos) y el director nunca invoca la compasión, simplemente expone, deja que su protagonista argumente, relate. Y tanto el personaje del documental como su director arremeten a una sola voz, si bien de manera tácita y tal vez involuntaria, contra la estrechez de opiniones que pretende deslegitimar las ilusiones ajenas tachándolas de frívolas o pedestres. El documental también contiene, en el subtexto, todo un tratado sobre el culto al cuerpo, y su contemporánea amplificación. ¿Y por qué no? Las sociedades y los países sin ideales de belleza se anulan y estancan en la inopia estética. Jeffrey, el proyecto propone con elocuencia su paradigma.
Por último, al menos en cuanto a las cinco obras anunciadas al principio, quisiera referirme a la asombrosa animación titulada La segunda muerte del hombre útil, de Adrián Replanski, ambientada en una suerte de sótano mugriento y protagonizada por un grupo de refrigeradores listos, tal vez, a ser convertidos en chatarra. Replanski se encargó de la producción, el guión, la edición y la dirección de arte de esta suerte de musical objetual, mudo pero de una elocuencia enorme, respecto a la obsolescencia, la desaparición o la muerte y al imperativo de encontrar nuevas marchas, placeres y motivaciones.
Lateralmente, desde el título, hay una sugerencia parabólica a restablecer cierto sentido de la apostura utópica, más allá de la avidez utilitarista que nos habita.
Hubo por lo menos otros cinco realizadores que me parecieron formidables, con obras dignas de ser comentadas y merecedoras de reconocimiento. Por ejemplo, Carlos Lechuga con sus dos excelentes cortometrajes Los bañistas y Planeta cerquillo; Arturo Infante, el autor de Utopía, nos trajo una nueva sátira titulada Comité 666; Armando Capó instó a que penetremos en su universo meditativo-trascendental en Nos quedamos, y Orisel Castro esbozó en Music box un testimonio sobre los llamados palacios de los matrimonios, aquejados por el mecanicismo y la falta de naturalidad en el momento de celebrar nupcias cuya trascendencia se pierde en la rutina. Pero habrá tiempo, supongo, para comentar estas y otras obras con mayor detenimiento.
De todos modos, hallaremos ocasión para hablar del cine joven, ahora, dentro de unos meses, el año que viene, o cuando la Muestra cumpla 20 años, y yo sea —ojalá— un crítico de experimentada veteranía, algo más sabio que ahora, y por eso mismo atento a casi todo lo nuevo y bueno que surja en el audiovisual de este país.