JR conversa con la directora del filme, una producción del ICAIC inspirada en la novela Bertillón 166, de José Soler Puig, que aborda la vida en Santiago de Cuba durante la lucha clandestina contra la dictadura batistiana
Pirandello decía que la realidad puede permitirse ser inverosímil, pero el arte no. Ciudad en rojo, la película del ICAIC en coproducción con Venezuela y el Programa Ibermedia que se estrena el próximo martes, navega con varias realidades insólitas que, juntas por esos azares de la creación, tiene posibilidades ciertas de otorgarle verosimilitud y grandes adhesiones a la historia que narra esta ópera prima de Rebeca Chávez.
Está enmarcada en Santiago de Cuba donde, como diría el poeta, «no os asombréis de nada», durante la etapa insurreccional contra la dictadura de Batista. El argumento es una recreación de la novela del escritor santiaguero José Soler Puig, Bertillón 166, Premio Casa de las Américas y texto obligado en todas las cátedras de Literatura Cubana. Al elenco artístico y técnico de primer nivel, se suma un espléndido trabajo de musicalización a cargo de X Alfonso. Entre todos han logrado que una narración apretada en 24 horas de un día cualquiera a finales de los años 50 del siglo pasado, en un entorno geográfico y político muy particular, tenga un indudable hálito de contemporaneidad.
Ciudad en rojo incorpora una realidad adicional no menos trascendente. Rebeca Chávez, con una obra en la cinematografía documental cubana de las más reconocidas nacional e internacionalmente, es además una protagonista de excepción en la historia que se narra. Nació en Santiago de Cuba y siendo todavía una niña se involucró en las acciones clandestinas del Movimiento 26 de Julio. De ahí le viene también a esta película esa mirada intensa, sin sentimentalismos y sin concesiones al morbo, a una ciudad indudablemente amada por lo que se ve en cada plano, en cada gesto de los personajes, en los diálogos desde donde parten quizá los mayores resortes de una violencia que está todo el tiempo a flor de piel.
—¿Qué ventajas y desventajas tiene hacer cine a partir de una novela?
—La historia está escrita de principio a fin. El reto es zafarse del peso literario y hacer la traslación a un lenguaje cinematográfico. José Soler Puig escribió esta novela conviviendo con la situación de Santiago de Cuba de finales de la década del 50, sintiendo las emociones de los personajes y leyendo casi diariamente la sección de Juzgados, del periódico Diario de Cuba, donde aparecían las listas de las personas fallecidas. Como causa de la muerte escribían «Bertillón 166», que significa el homicidio por arma de fuego. Eso le confirió una carga de intensidad a la novela, de la cual me agarré. Quería que esa atmósfera estuviera en la película, con clara conciencia de que tenía que hacer conciliar dos procesos artísticos diferentes, uno con todas las ventajas de la palabra y el otro, con las de la imagen.
—¿Es esta una película de la épica de la Revolución, una historia en pasado?
—Siempre me sorprende cuando la gente habla de la Revolución como algo que ya pasó, como una gripe que le dio: la Revolución está pasando todavía y tiene que seguir pasando con el sello de cada momento. Y uno no puede quedarse en la parte externa, movilizativa, convertir el arte, el cine, o lo que sea en un auxiliar de la propaganda.
«Al acudir a una novela como esta, cuyo escenario es un momento de una ciudad, de un grupo de gente, de la vida de Soler Puig y de la mía, donde están involucrados sentimientos y percepciones diferentes, la gran pregunta que me hacía, era: “¿volver a tocar un tema histórico en el cine?”. Terminé respondiéndome: “No, este no es un tema histórico”. Bertillón 166 expresa un problema humano como cualquier otro que se enmarca en una época. ¿Por qué nadie dice que El Padrino es un drama “histórico”? Cuando me enfrenté con esas preguntas también cargada de prejuicios, yo quería llegar a la esencia del particular conflicto humano que aborda el escritor de la novela. Por cierto, me la leí no sé cuantas veces para poder dominarla y extraer la síntesis con la que se podía realizar la versión para el cine, un medio que no permite hacer al calco el retrato coral que expresa una novela como esta».
—¿Cuáles son las claves secretas que utilizaste para lograr esa síntesis?
—Te las podría resumir en tres objetivos, más que claves secretas: no contar la ideología, sino vivir la ideología de los personajes, cualquiera que esta fuera; que tuviera un comienzo impactante y terminara la película sin terminar la historia, y finalmente, no confundir el desarrollo dramático y la construcción de los personajes con la información. En resumen, huir, como de la peste, de los esquemas donde los malos, por el hecho de que lo sean, no son humanos, mientras los buenos, por esa misma razón, tienen que tener todas las virtudes que uno pueda imaginarse.
—Uno de los personajes medita en una escena frente a un cartel en el que aparece la frase de Miguel de Unamuno «La fe que no duda es fe muerta». ¿Qué peso tiene este concepto en Ciudad en rojo?
—No es una mera frase, sino una aspiración. Cuando armamos el argumento, Xenia Rivery y yo queríamos que esta frase de Unamuno no fuera solo una idea que le importara exclusivamente al personaje que interroga ese cartel en un momento dado, sino un sentimiento que percibiera el espectador a lo largo de toda la película.
—¿Por qué la violencia tiene aquí tintes tan sobrecogedores?
—Porque queríamos presentar una reflexión sobre la violencia desde el punto de vista de aquellos que no tienen una vocación por la violencia, de gente que era empujada a ella y por tanto, ese acto quedaba para siempre como una mancha o un vacío en la memoria de estas personas. Eso crea una tensión emocional muy fuerte. Aun cuando al final se triunfe sobre aquel para quien el terror es un gozo y un ejercicio de poder en esta victoria, permanecerá un sabor amargo en quienes no tuvieron otro recurso que ejercerla. Se necesita mucha fuerza y mucho tiempo para que las cicatrices cierren y para que el hombre común, no los héroes, sino la gente de todos los días, que de momento empuñaron las armas, recuperen su paz interior y su capacidad de creación. Cuando menos, siempre queda el temor de que la violencia pueda regresar.
—Aunque filmaste dos cuentos, tu obra anterior es principalmente documentalística. ¿Cuánto hay del género documental en este largometraje de ficción?
—Esta película tiene mucho de documental, era inevitable. Le debo gran parte de mi trabajo al género y creo que hace bastante tiempo que dejaron de existir películas puras. Ahí están para probarlo Memorias del subdesarrollo (1968) y La Batalla de Argel (1965), dos películas que me dejaron alucinada. Si ves Gomorra (2008), descubres que toda su estética proviene del documental, y cuando lees el libro que da origen a esa película, no sabes bien si estás leyendo un reportaje periodístico, o si es una narración literaria que utiliza las técnicas del periodismo de investigación. Todo se encuentra interrelacionado de una manera que no se notan las costuras, para presentar en el escenario de Nápoles y Casarta una realidad angustiosa y demoledora. Eso es lo que yo quería hacer también y le doy gracias a Ángel Alderete, el director de fotografía, que entendió perfectamente que íbamos a hacer una película muy documental. Y eso es lo que está en las secuencias del Parque Céspedes, las del Mercado y cuando el comunista llega a Santiago.
—En 50 años de cine cubano de la Revolución, solo dos mujeres han dirigido un largometraje de ficción: Sara Gómez en 1977 y Rebeca Chávez, ahora. ¿Cómo se siente una mujer interviniendo en un oficio dominado por los hombres?
—Me han dicho, ahora creo que como chiste, que hubo apuestas a que no terminaba la película. Y la película está ahí. Muchas veces yo creí que era un precio muy alto el que tenía que pagar, no artísticamente hablando, porque una siempre está dispuesta a pagar ese precio aunque no salga lo que aspira. A veces me preguntaba: «¿pero alguien quiere realmente que yo haga esta película?», y me encontraba sobre todo con los colaboradores más cercanos, como Danielito —el director de producción— o el director asistente, tan empeñados en la película, que se me borraban de la cabeza los problemas y seguía para alante. Ciudad en rojo se convirtió para el equipo técnico y los actores en un ejercicio de «vamos a poder, vamos a poder, vamos a poder». Sí, yo sí creo que para una mujer es más difícil. No porque un hombre no tenga miles de problemas como estos en su trabajo como director, sino porque nadie apuesta a que ellos no terminan la película. Entonces es bueno saber que se hacen esos chistes.
—Sin embargo, como mismo las mujeres poetas parecen disminuidas cuando las llaman poetisas, suena a paternalismo delimitar una filmografía femenina de otra masculina, ¿no crees?
—Absolutamente. Siempre he dicho que quiero que la película se reconozca porque estuvo bien, porque funcionó, porque es buena para alguien, más allá de que la hizo una mujer. Una vez me preguntó una periodista: «¿Y usted no quiere ser famosa?». Le contesté: «no, yo quiero hacer buenas películas, y después que las termine y esté tranquila conmigo misma, sea cual sea la meta que me puse, me encantaría perderme en la sala oscura como una más. Se disfruta más el anonimato que la celebridad».
—¿Existe un nuevo largometraje en proyecto?
—Sí, no sé todavía si será una película larga o corta. Me encantó trabajar con los actores. Fue muy lindo. Con Mario Guerra o Fernando Hechavarría, por decir dos, tuve un intercambio artístico tan enriquecedor que me dejaron la miel en la boca. Tengo varios proyectos en la cabeza, pero aunque las nuevas tecnologías facilitan mucho el proceso técnico, el fardo pesado que es una concepción industrial vieja, presa de muchas disposiciones y reglamentaciones, hacen que sea muy difícil predecir si esto será posible o no, si empezaré otra vez por el principio dentro de poco o mucho tiempo. Sería magnífico hacerlo de inmediato, porque una está viviendo una gran tensión creadora —y me imagino que le ocurrirá lo mismo a Ernesto Daranas, que acaba de terminar también su ópera prima. Hace falta que los productores pregunten ya «dónde está la otra», porque si no, me temo que caeremos en el famoso slump de los bateadores.
—¿Crees que esta película la mirarán igual los santiagueros y los que nacimos en otras provincias?
—Los santiagueros van a ir a disfrutar la película como ningún otro habitante de este planeta. Irán a ver cuánto hay de Santiago de Cuba y a comparar, la mirarán con lupa. No me cabe la menor duda. Pero el público cubano, en general, es muy exigente. El cine cubano tiene una suerte que no sé si ocurre con otras cinematografías: tiene el apoyo de su público y este no es complaciente. Hay una gran cultura cinematográfica en nuestro país. Te puedo adelantar que en pequeñas proyecciones he recibido muestras de que la película logra emocionar, provoca la reflexión, siembra algún que otro pensamiento, y esas pistas me hacen pensar que sí, que la película puede encontrar acogida. Sobre todo me interesaría que fueran a verla los jóvenes, que no vivieron aquellas circunstancias tan dramáticas, pero que viven otras, las de hoy.
—¿Cómo está Rebeca Chávez después de levantar esta catedral?
—Muy cansada, pero feliz.