«Una fiesta innombrable», describe con palabras del maestro José Lezama Lima el diseñador José Manuel Villa Castillo (Villita) su sentir cuando le pregunto qué representa para él ser premio nacional de Diseño del Libro 2008.
El lauro le fue entregado ayer en sencilla ceremonia que tuvo lugar en la sala Nicolás Guillén, de la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, sede de la 18 Feria Internacional del Libro, donde asistió Abel Prieto Jiménez, miembro del Buró Político y ministro de Cultura, en medio de un ambiente donde reinó la admiración por el artista y el agradecimiento por su «ya histórica presencia en lo mejor del diseño cubano, que él siempre ha realizado con buen gusto, responsabilidad profesional y una creatividad que no afecta los valores de comunicación necesarios», como consta en el acta del jurado que, por unanimidad, falló a su favor.
La infancia de Villita transcurrió entre su pueblo natal, Placetas (Villa Clara), y La Habana, a la cual llegó con 13 años. Fue una infancia feliz, «sin grandes preocupaciones por el futuro hasta la adolescencia, cuando comencé a sentir inclinación hacia la pintura, que generalmente es la primera inclinación de muchos diseñadores, dentro de las ramas de las artes plásticas», contó hace algunos días este multifacético artista a nuestro diario, en medio de la agitación que lo rodeaba por una nueva película sobre la hazaña cubana en África en la que se encuentra totalmente involucrado.
—¿Cómo y cuándo llega al mundo del diseño?
—Tuve la suerte de encontrarme muy temprano con artistas consagrados que me brindaron su amistad y apoyo, independientemente de la diferencia de edades, como es el caso del pintor Mariano Rodríguez, amistad que permaneció hasta su desaparición física. No es hasta los 22 años que comprendí la diferencia que existe entre el pintor y el diseñador, y entendí que mi capacidad como creador está junto al diseño.
«Como mi inclinación inicial estaba encaminada hacia la pintura, ingresé en la Escuela de Bellas Artes San Alejandro, mientras en el horario nocturno acudía al Centro Vocacional Enrique José Varona para aprender Dibujo Comercial y Publicidad, pues como pintor las posibilidades de una vida económicamente razonable eran precarias en esos tiempos. En San Alejandro y en este centro conocí a quienes desde entonces han sido mis amigos, colegas y hermanos por selección como Eduardo Arrocha, Julio Castaño, Julia González, Héctor Villaverde, Leo Brouwer y Umberto Peña.
«Al mundo del diseño entré de dos modos casuales: el primero lo fue el diseño tridimensional como vidrierista con el entonces escenógrafo de la Televisión Julio Matilla. Al triunfo de la Revolución fungía como diseñador de la tienda Flogar, labor que abandoné cuando el pintor Pedro de Oraá me propuso trabajar con él en el Teatro Nacional de Cuba, diseñando los catálogos y programas para las actividades de dicha institución. Es con Pedro con quien aprendo verdaderamente los rudimentos de la profesión».
—¿Cómo recuerda el entorno cultural de su juventud?
—Fueron los años de gestación de una conciencia de pertenencia a un país y de responsabilidades como ser integrante de la sociedad en la cual se había nacido. Todo ocurría vertiginosamente, en lo social y lo personal; uno no se detenía ante las problemáticas que afrontábamos, solo nos preocupábamos por la solución de ellas de una manera digna y honesta, y esto es lo que hacíamos los que nos dedicábamos al diseño en cualquier rama.
«Éramos, y somos, intrínsecamente revolucionarios y como tales respondimos con nuestra obra en momentos en que existía la necesidad de comunicar de una manera directa y asequible no solo los logros de la Revolución, sino también sus esperanzas y dificultades. Esto hizo del diseño gráfico, y en especial del cartel y el libro, un arma de educación y combate. Era una obra común y así lo entendimos, sin desacuerdos en lo esencial, guardando diferencias personales y respondiendo lo mejor que entendimos a las escaseces técnicas y materiales existentes. Creo que supimos dar la respuesta adecuada en el momento preciso».
—Cuéntenos de su vinculación y paso por el diseño editorial.
—Mi salto al diseño editorial vino de la mano de Raúl Martínez, quien me propuso que lo sustituyera en su cargo en el Instituto del Libro —para suerte de todos, Raúl permaneció en el Instituto y pudo encaminarme en este nuevo camino.
«Comencé junto a él y Cecilia Guerra en la Editorial Arte y Literatura, con Ambrosio Fornet, Federico Álvarez y Edmundo Desnoes como editores. Rolando Rodríguez, entonces presidente de la institución, me pidió que afrontara el diseño editorial para el Plan de Formación de Maestros de Primaria, recién creado bajo la dirección de la Dra. Acela de los Santos, en el Ministerio de Educación. Se formó un equipo bajo mi dirección y durante más de un año pudimos editar una cifra superior a un centenar de títulos. Al finalizar esta labor, Rolando me solicitó que trabajara con la Editorial Pueblo y Educación, como responsable de las ediciones para las ramas de las humanidades. Allí me mantuve como diseñador y director de arte hasta mi desvinculación del centro 15 años después».
—Algunos piensan que el editorial es un trabajo menor con respecto a otras aristas del diseño. ¿Cuán difícil resulta esa labor?
—Nada es menor en el campo de las artes. Y en el campo del diseño, como arte que es, todo lo que tiene que ver con el mejoramiento del ser social, ya sea arte, ciencia o cualquier actividad que supere la calidad humana, tiene el mismo valor. Creo que no existen artes mayores ni menores, como no hay actividad de beneficio humano inferior ni superior.
«El diseño editorial tiene sus particularidades y como especialidad de diseño a él le compete una serie de reglas de comunicación inherentes a su condición de transmisor de cultura. Entendida en su aspecto más amplio, no resulta más difícil o sencillo ni más complejo o simple, solo que a él le corresponde la mayor responsabilidad educacional de cuantas corresponden al diseño bidimensional».
—Su obra sobrepasa las fronteras del diseño editorial, pues ha llegado a otros espacios como el cine y el teatro.
—Aclaro que mi paso por el teatro fue fugaz. Mi quehacer como diseñador escénico se centra en el cine, donde he encontrado un digno rival de la gráfica; labor que empecé paralelamente a mi desempeño como diseñador editorial. ¿Cómo lo pude hacer? No lo sé, pero lo hice. Al cine también entré sin pensarlo (generalmente lo que he hecho casi siempre ha sido de este modo); conocía a Tomás Gutiérrez Alea y estudiaba en la Universidad con Mario García Joya, que era el director de fotografía de Titón, y con su esposa María Eugenia Aya, colaboradora en muchos de sus guiones. Ellos estaban preparando el proyecto para el filme Los sobrevivientes y hablaron conmigo sobre la posibilidad de incorporarme como escenógrafo, me agradó la idea y me enrolé en ese mundo.
—¿Qué lo atrapa del cine?
—Todo: sus vicisitudes y recompensas, la permanencia de la imagen en la memoria, estar en una sala de proyecciones y sentir cómo mi trabajo se une a las emociones de los espectadores, aunque este sea anónimo —pero efectivo—. (Claro, si es reconocido, llena con mayor satisfacción mi ego). El cine me permite también jugar con el espacio, formar parte del discurso dramático sin que se sienta la presencia de mi trabajo. Lograr que este se encuentre indisolublemente unido a la trama es para mí la mayor recompensa.
—¿Cómo es el proceso de creación de Villita?
—Respondo de muy distintas maneras según el medio ante el cual me encuentro. Cada particularidad del diseño tiene sus propias condicionales y una cosa en común: hacer lo mejor y de la manera que mejor lo pueda hacer. Un amigo me aseveró que el verdadero profesional es aquel que no se permite un trabajo mal realizado, bajo circunstancia alguna.
—¿Cuáles son los trabajos que guarda con especial cariño?
—Como cartelista, Topografía de un desnudo (no lo conservo y pocos lo conocen). En libros, A pie y descalzo, de Raúl Roa, y las cubiertas para la Colección Dragón, así como los textos para la educación. Mi interior del restaurante El Barracón en el Hotel Habana Libre (por lo que alcancé de cubano en él). En cine Los sobrevivientes, de Titón, mi primer trabajo; y El viajero inmóvil, de Tomás Piard, aunque guardo un gran cariño para otros filmes.
—Volvamos al libro. A su juicio, ¿qué rasgos, positivos y desfavorables, podrían definir el diseño editorial cubano de nuestros días?
—Pregunta comprometedora... Bien, allá va eso. Creo que el Libro (con mayúscula) en general ha perdido la frescura de que gozaba su diseño. Muchos de los diseñadores de hoy han visto en las tecnologías actuales no un medio sino un recurso creativo sustituto de la capacidad personal. No soy contrario a los nuevos recursos, pero ellos deben estar en función del diseñador y no como fuente de soluciones intelectuales. Otro problema es la falta de legibilidad, premisa indispensable, en pos de supuestas soluciones estéticas. Lo que creemos bello, si no es orgánico, no es útil, y por lo tanto deja de ser bello. No debemos trasladar soluciones plásticas que más corresponden a la pintura de caballete que al diseño.
«Algunos diseñadores nuevos han entendido, o mejor, comprendido, la mediana o gran lección heredada y son un buen ejemplo para la continuidad del buen diseño del libro. No digo que todo lo realizado anteriormente sea ni medianamente bueno; en todas las épocas se cuecen habas, pero sí existía un conocimiento tácito: “al libro lo que es del libro”. No quiero señalar nombres porque sanamente envidio la calidad de estos jóvenes».
—A propósito, es cada vez mayor la presencia de jóvenes diseñadores en nuestras editoriales. ¿Qué les diría Villita desde la experiencia?
—A los jóvenes les digo que no hagan algo en lo que no crean y sigan su camino sin miedo al error, que es el mejor maestro si sabemos aprovechar su lección.