Bajo el nogal de las ramas extendidas Tú me traicionaste y yo te traicioné.GEORGE ORWEL 1984.
—Y bien, Eric —dijo el hombre del mono de mecánico desteñido— estás ya listo para el cuarto 101.
—¿Qué hay en el 101?
—Sabes muy bien lo que hay en el cuarto 101. A fin de cuentas, eres del oficio.
—Fuiste también policía. Como nosotros —le dijo, dándole un codazo, el otro hombre, el del mono de mecánico nuevo.
—Fueron otros tiempos —contestó Eric.
—Los tiempos siempre son iguales, te lo debe haber dicho Winston, ese pájaro de cuenta, cuando lo soltamos —dijo el hombre del mono desteñido—. Winston hablaba mucho.
—Winston era un viejo burócrata —contestó Eric—, lo conocí solo por casualidad. Hace días que no lo veo. Nunca me dijo nada de nada.
Entonces, se tropezó con la dureza de los ojos de los dos policías. Era la misma que él había utilizado, como policía, para reducir a la nada a ladronzuelos y nacionalistas.
El hombre del mono desteñido enchufó un aparato, y empezó a dar vueltas a un carrete con hilo de acero. Algún tipo de fonógrafo, pensó Eric. En efecto, de la bocina salió una gangosa voz, que reconoció como la de Winston.
—En el cuarto 101 —decía la voz de Winston— está lo que en el mundo más temes. Me ataron la cara a una jaula con ratas. Si levantaban una pequeña reja, las ratas podían devorarme el rostro... Me asusté, cedí, traicioné a todos mis compañeros conspiradores. Terminé amando al dictador que había ordenado mi prisión. Amando al Gran Hermano.
—Pero debe haber algo más —prorrumpió la bocina, con una voz tartajosa, que Eric reconoció como la suya propia—. Las hogueras, y las guillotinas y las ratas, han sido antes usadas contra el hombre, y el hombre ha resistido. Una rata no podría hacerme amar al Gran Hermano.
—Tienes allí lo que más temes —respondió a través de la bocina, resentida, la voz de Winston. El buen viejo Winston, desaparecido pocos días antes de que Eric fuera también hecho prisionero por el Ministerio del Amor.
—Es mi voz —reconoció Eric, esperando así librarse del choque eléctrico en la camilla a la cual estaba atado.
Eric tenía ganas de resistirse. La única resistencia de su vida había consistido en sus conversaciones con Winston, aquel gris burócrata muerto o desaparecido por los funcionarios del Ministerio del Amor. —Ahora es feliz—fue lo único que le informaron los policías secretos sobre el paradero de Winston.
Winston, pensó Eric. A lo mejor un provocador, o un espía. Pero no pudo sentir resentimiento. El espionaje de Winston, si había existido, reveló al Ministerio quién era Eric, pero se lo había revelado también al propio Eric.
—¿Qué más te dijo Winston? —preguntó el hombre del mono nuevo.
—Ustedes lo tendrán grabado —dijo Eric, con cansancio.
—Queremos volver a oírlo.
—Winston decía que el verdadero gobierno es una tiranía que controla todos nuestros actos, y justifica todos los excesos con la defensa contra nuestros enemigos externos. Winston decía que esos enemigos externos eran tiranías exactamente iguales a la nuestra mandadas también por un dic... por un Gran Hermano.
—¿Crees de verdad eso? —dijo el policía del mono desteñido, acomodándose en el respaldo de la silla. Su aliento llegó hasta Eric, quien pensó en cerveza y en letrinas. Algo más hondo y viscoso que las letrinas. Mi aliento, cuando era yo el que interrogaba. Mi hedor de carne mal digerida sobre aquellos campesinos comedores de arroz. Pero ahora no interrogo. Debo decir algo. Ya.
—Seguramente desvariaba, porque vivimos en una democracia, ¿no es cierto? —dijo Eric.
—Nuestro gobierno representaba el sentir del pueblo, en líneas generales. Y sería imposible que tantos ciudadanos fuéramos dirigidos por una pequeña secta del poder... que todos fuéramos contenidos dentro de una disciplina artificial, reprimidos, engañados, como decía Winston...
—Entonces —replicó el hombre del mono nuevo, clavando su mirada en él. ¿No crees que existe el Gran Hermano?
—Sé, que existen los valores más puros de nuestro sistema. Eso, nadie puede negarlo.
—Y el Gran Hermano tiene muchas nombres —interrumpió, el policía del mono desteñido.
—¿Y no crees que exista el cuarto 101?
—Le dije a Winston —contestó Eric, notando que su frente volvía a perlarse de sudor— que las ratas no necesariamente tienen que morder a un hombre, por más que su cara esté en contacto con ellas. Y, también, que el Estado, las organizaciones, no son crueles sin necesidad, por capricho, de esa manera individual y... específica. Esas cosas no po-
drían suceder. No en nuestro país. No en pleno 1984.
—Estás listo —dijo el policía del mono desteñido, levantándose de la silla.
—¿Cómo? —dijo Eric.
—Para el cuarto 101.
—Ya sabrás por ti mismo.
—¿Cuándo? —dijo Eric.
—Ahora.
Eric se extrañó de no sentir nada. Mentalmente, pasó revista a sus terrores. Eran triviales. Caer de una gran altura. No estar a la altura. Ser castrado. No cumplir con el trabajo. Estar solo. Si tardaban mucho en llevar la camilla hasta la puerta, la visita puntual y sucesiva de todos sus terrores sería, a lo mejor, el terror mismo que lo haría quebrarse. Su vieja experiencia de policía le decía que esa espera angustiosa era la mejor violencia, que quizás era el arma que había doblegado al reticente Winston. Pero apenas habrían empujado la camilla unas decenas de metros por el pasillo mal alumbrado, cuando ya estaban frente a la puerta que decía 101. Los dos policías empezaron a desatar los correajes que retenían a Eric. Este experimentó una incontenible repulsión ante el tacto. Lo ayudaron a incorporarse. Eric, sintió la ironía de las ayudas ante el patíbulo. Olía a fenol, notó.
—Conserve esta chapa —le dijo el policía poniéndole al cuello un dije de latón atado con un tosco cordel. Mostrándola, podrá obtener cualquier bien que desee y podrá evadir el castigo por cualquier acto que cometa.
—¿Dónde? —dijo Eric.
—Afuera —dijo el otro policía, abriendo la puerta.
La puerta 101 daba a la calle. Era de noche: alguna hora tardía e imprecisa.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Eric.
—Cuanto quiera. Dormir, violar, robar, o crear o asesinar, sin ninguna medida.
—¿Debo volver al trabajo?
—Solo si lo desea, si usted verdaderamente necesita atarse a esa rutina. Pero recuerde que, si lo hace, será por decisión suya, porque nadie, desde ahora en adelante, le exigirá nada.
—¿A quién deberé reportarme?
—A nadie. Es usted completamente libre.
—¿Qué diré en la oficina?
—No tiene que volver a verla, si no quiere.
—¿Y a ustedes... la policía?
—Desde ahora está por encima de nosotros.
—Eso es una trampa.
—No, es el cuarto 101.
—Pero, ¿qué garantía tengo? ¿Cómo sé que, si cometo un crimen y enseño a la policía esta chapa, no me pasará nada?
—Hágalo y verá.
—Es un riesgo.
—No podemos hacerlo por usted.
—¿Quiere decir que, de ahora en adelante, y hasta que muera puedo hacer cuanto se me antoje, sin rendir cuenta a nadie, sin que nadie tenga el poder de confinar mis actos o mis movimientos?
—Ya le dije —contestó el policía del mono desteñido, descortés, cerrando la puerta.
Eric quedó en la acera, en un callejón desierto, por cuya bocacalle cruzaba un barrendero vacilante, quizás borracho. El silbato de un tren perforó la soledad. Todas las ataduras impuestas a su destino habían caído. Eric tenía que empezar a pensar qué hacer consigo mismo.
Cuando salió el sol, Eric todavía daba empellones contra la puerta del 101, suplicando la entrada.
*LUIS BRITTO GARCÍA ( Caracas, 1940). Narrador, ensayista y dramaturgo venezolano. Es uno de los intelectuales más lúcidos y comprometidos con la Revolución Bolivariana y la izquierda latinoamericana. Ha recibido varios premios literarios, entre ellos el Casa de las Américas en Cuento, y en Novela. En el año 2003 se le otorgó en su país el Premio Nacional de Literatura. Ha publicado numerosos libros, entre ellos: Rajatabla; El tirano Aguirre o la conquista de El Dorado; Suena el teléfono; Abrapalabra; Rajapalabra; El imperio contracultural: del rock a la posmodernidad.