Waldo González, mi «colegamigo» —la palabra entrecomillada es suya—, me envía unas colaboraciones interesantes. Del origen de algunas de esas palabras, de esas frases, he hablado ya en otras ocasiones; de cualquier modo, van a resultarte curiosas.
OK, que en inglés se pronuncia «okei», y en español, desde hace más de 50 años: oká, es un vocablo con varias teorías sobre su nacimiento. Durante la Guerra Civil en Estados Unidos, se colocaban estas dos letras en una pizarra, al regreso de las tropas a los cuarteles, si no había habido bajas: significaban: «0 killers», que quería decir cero muertos. Por eso OK equivale a no hay problemas.
Hay quien opina que nos llega desde 1839, de un periódico, el Boston Post, donde en unos artículos alguien escribió, como abreviatura de «all correct»: OK. Parece que con el error ortográfico pretendía llamar la atención.
Junto a un templo dedicado a Juno Moneta —Juno la Avisadora—, en la Roma Antigua los romanos fabricaban unas piezas que servían para pagar cuanto se adquiría. De ahí la voz: moneda. ¡Ah!, a la diosa le decían así porque aseguraban los creyentes que había alertado a los ciudadanos en ocasión de ataques enemigos.
Ese vehículo militar, inventado por los ingleses, conocido como tanque, debe su nombre a que, siguiendo una hábil estrategia, se hizo creer que solamente se utilizaba para llevar agua potable a los soldados.
Normalmente se les llama spam o correos basura a los correos electrónicos indeseados que se envían a muchísimas direcciones, a un mismo tiempo.
Spam es la marca comercial de una carne de cerdo enlatada. El nombre viene de ham (jamón) y spiced (preparado con especias). En un sketch del célebre grupo teatral británico Monthy Python, dos personajes llegan a una cafetería. Allí se sirve spam a todo el mundo. La palabra se repite muchísimas veces durante la actuación.
El lunes era el día dedicado a la Luna; el martes, a Marte; el miércoles, a Mercurio; el jueves, a Júpiter. Para Venus, Saturno y el Sol, los tres restantes.
La respuesta de hoy: Sí, Magda Diéguez, conozco el «síndrome de Estocolmo». Así se dice a esa aceptación progresiva por la persona secuestrada, de las ideas y puntos de vista del secuestrador. Se desarrolla, extrañamente, una especie de empatía entre ambos.
Pero entérese, existe también el «síndrome de Stendhal». Cuentan que ese novelista francés, cuyo verdadero nombre era Henri Beyle, autor de El rojo y el negro, entre otras obras famosas, visitó en una ocasión la ciudad de Florencia. Tan enfermo se sintió al contemplar la iglesia de la Santa Croce que, aturdido, con palpitaciones, náuseas y mareos, tuvo que ser asistido por el médico. El galeno diagnosticó un daño por la sobredosis de belleza. Desde entonces, así se llama este mal. Para mí —¡qué pena me produce confesar tanta incredulidad!— padecía de la columna, y se le fastidió la cervical de mirar hacia las paredes y los techos profusamente decorados. Me parece más lógico.