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Alfredo Guevara: La obligación de seguir

El destacado intelectual y presidente de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, quien acaba de recibir el Premio de la Latinidad 2008, conversa en exclusiva para JR

Autor:

Mario Cremata Ferrán

Foto: Liborio Noval Protagonista del devenir revolucionario, hábil promotor de la polémica —y desde lo más hondo atinado polemista él mismo—, Alfredo Guevara Valdés es un intelectual refinado y sensible, de pensamiento crítico y coherente, que se vuelve impaciente cuando está en riesgo la cultura y especialmente el arte cinematográfico que ayudó a levantar y consolidar.

Todo lo que dañe, perjudique o ponga en duda la obra revolucionaria, también lo mortifica. Por más de medio siglo ha resaltado la necesidad de lo plural, y ha enfatizado en lo inocente, patético, e incluso, políticamente incorrecto que resulta negarlo.

Cuando otros no se atrevían o no pensaban en ello, Alfredo alertaba sobre lo insensato que resulta condenar al ostracismo a aquellas obras de arte que no se ajustaban a un sistema o modelo imperante, por constituir una limitación ideológica y práctica.

Se confiesa entusiasta defensor de lo genuino y lo bello, así como defensor del marxismo, siempre y cuando no sea «...ese marxismo estático, copista y rutinario, que busca desesperadamente fórmulas para sintetizar en unos trazos las soluciones que “deben” aplicarse a los más tormentosos problemas...».

Sobrecoge pensar que este «mozalbete» que «ayer» proyectaba su voz sobre el micrófono, con esa cadencia irrepetible, ante sus compañeros de la FEU, rebase los 80 años.

En pro de una sociedad libre, emanada de su cultura, ni siquiera escatima la representación del espejo y por esta razón acude a él, comparte sus angustias, se torna espiritual, íntimo, como quien interroga a su ser en busca del milagro.

—¿Qué significado tiene para usted ser latino, y más concretamente, americano y cubano?

—Bueno, ante todo soy martiano. Mi generación, que lo es, vio tan detenido el proyecto martiano que cuando éramos todavía adolescentes o jovenzuelos, nos sentíamos —sé que puede parecer ridículo— místicamente obligados a transformar este país y proyectarnos, en todo lo posible, sobre América Latina, enamorados no de una unidad banal, sino de una unidad en la diversidad.

«Tal y como resultó de un modo irradiante el pensamiento de Martí, se habló de formar un pueblo de América Latina, acercarnos a situaciones, personajes..., que permitieron ver dónde estaban los obstáculos y cuáles eran las potencialidades. Insisto en que no amo tanto la realidad, ni siquiera la de este pueblo, como sus potencialidades. Creo que los revolucionarios cubanos de la generación de Fidel hemos trabajado por esas potencialidades.

«He llegado a una edad en que empieza uno a pensar no que el tiempo se acaba, sino que el tiempo es cada vez menos, y en consecuencia, las obligaciones y la pasión han de multiplicarse».

—¿Qué importancia le concede a su formación académica universitaria, de elevada cuota filosófica y humanista, en su palabra y accionar futuros?

—No me siento un simple cineasta. Seré siempre un universitario. Mi generación tuvo maestros extraordinarios como la venerable Vicentina Antuña, que dejó una huella y a quien no me cansaré de reverenciar. Todos me enseñaron lo que creo más importante: que no solo importa la materia. Me enseñaron a amar el estudio, y metodológicamente a estudiar; a sacarle provecho a la lectura, a las confrontaciones.

«Cuando era muy jovencito algunos condiscípulos me decían: eres demasiado ecléctico, lees de todo; hay que concentrarse... Ahora soy igual que entonces. En estos días en que estaba teniendo, no por ganas, que organizar un poco los libros, he releído más de un título nada más porque lo tomo en las manos, sin serme útil en este momento para lo que estoy escribiendo. Lo habré leído hace 40 o 50 años, pero me fascina y no puedo soltarlo.

«A veces le digo a mi familia: no entiendo qué me pasa, tengo una extraña sensación; porque leo un libro por azar, y descubro que lo necesitaba. Es como si alguien lo hubiera puesto de nuevo en mis manos porque me iba a enriquecer oportunamente. Este es el mismo mecanismo que se atribuye a la intuición.

«Precisamente, en un texto que no voy a ser exhaustivo refiriendo, narraba que cuando éramos bastante jóvenes todavía, un día estaba planteándole algo a Fidel —entonces jóvenes iguales los dos, él potencialmente el líder que llegaría a ser—, y él usó la palabra intuición, luego se detuvo y me dijo: “debo advertirte que para mí intuición no es algo que llega de un mundo de libertad; es el resultado subyacente en la conciencia, en el pensamiento, de la experiencia, de las reflexiones, de lo leído, que después se transforma y llega el aviso en el momento preciso para ayudarte a encontrar la respuesta con una velocidad enorme”. En realidad es también una forma de conocimiento. Tal vez eso explica lo que me pasa.

«Soy un humanista abierto que no cesará nunca de estudiar. Y cuando pienso que tuve la suerte de contar con mis profesores de aquella época, siento que les debo mucho. Pero te repito, no tanto en las materias, en las que eran brillantes, sino por enseñarme a estudiar, a profundizar, a no conformarme nunca, a dudar. No me siento alguien capaz de alcanzar aquello con lo que todos soñamos: un nivel de la verdad. Creo que todo es aproximación, y por lo tanto, obligación de seguir, y en consecuencia, interrogación. Soy una interrogación».

—¿En qué medida las lecciones de José Manuel Valdés Rodríguez reafirmaron o desmitificaron el concepto que usted tenía acerca de lo que era el arte cinematográfico, el cine como industria cultural?

—Él jugó un papel que aprecio mucho, y por eso lo incluyo entre mis profesores queridos. Pero en realidad quienes me marcaron llegarían más tarde: ante todo Zavattini (Cesare), y después, y mucho y de modo distinto, Buñuel (Luis).

«Tuve la suerte de trabajar mucho con ellos, de ser aceptado a pesar de mi extrema juventud. Creo que no fui tratado como un igual por mis méritos, sino porque les fascinó un joven tan joven, tan inquieto y, al mismo tiempo, tan militantemente revolucionario.

«La Revolución Cubana estaba en ciernes, esto es, en medio del combate. Conocían todo mi trabajo en la clandestinidad y también cuál había sido mi final cuando me detuvieron. Creo que por eso me “adoptaron”. En realidad Zavattini lo había hecho antes, pues lo conocí primero y gustaba de trabajar con jóvenes.

«Después me tocó estar junto a Buñuel, a quien vine a conocer en esa época —antes solo como se conoce a un dios: lejano y amado—, y creo que todo el daño que la vesania me hizo cuando fui detenido, donde pasé por pruebas muy fuertes que no quisiera recordar, lo animaron a quererme.

«Él era un hombre de la República Española, no hay que olvidarlo, pertenecía al grupo de la Residencia de Estudiantes, de Lorca, de Bello, de Dalí, a quien todo el mundo considera un loco pero cuando lo leo me parece un genio; un ser profundo y burlón que, entre otras cosas, se burla de la burguesía, por la cual se hizo adoptar. Lo último que leí de Dalí tiene un título de esos para morirse de risa: Esos cornudos del viejo arte moderno. Pero al mismo tiempo se adoraban él y Federico, todo un paradigma para mí, y Picasso, a quien conocí.

«La verdad es que he tenido mucha suerte en la vida. En los años en que estuve cerca de él y de otras grandes figuras, a finales de los 40 en París —me atrevo a hablarte así porque no me da vergüenza— simplemente me trataron como un mocoso; o sea, aceptaron a un muchachito que estaba ahí, arrimado a ellos, no sé si pensaban que tenía talento, pero esa criatura no los molestaba».

—¿Cuáles son los males mayores de nuestra época que atentan contra la utopía «realizable» que es hacer cine en Latinoamérica divorciados de la maquinaria colonizadora e imperialista?

—El principal se llama miedo. Creo que con audacia se consigue todo. No hay que darse por vencido nunca. Vivimos en un período en que las nuevas tecnologías cada vez más son instrumentos de dominación, pero si sabemos moverlas, son fuentes de nuevas libertades, de apertura infinita.

—¿Cómo puede un joven cineasta del continente mantenerse asido al más puro concepto de nación, sin escamotear la realidad o vender su arte?

—La identidad no está en contradicción con los valores de otras naciones, con lo internacional y ni siquiera con lo cosmopolita. Con lo que sí choca es con lo banal. El encuentro de valores identitarios diversos no es negativo, es siempre enriquecimiento. Pero si nos sumergimos en lo banal —y eso suele pasar—, entonces es ahí donde la identidad corre peligro. Por eso el deber de los intelectuales revolucionarios y de los revolucionarios intelectuales es luchar contra la banalidad; recordar a cada ser olvidadizo que siempre queda pendiente la primera pregunta: ¿quiénes somos?

—Cuando se habla de integración, y se apela a la tan socorrida y facilista opción del inmovilismo, ¿acaso no peligran nuestras esencias?

—Así es, e incluso iría más allá: se corre el riesgo de perder la vida. Lo inmóvil es un adelanto de la muerte. Si se está vivo pero inmóvil, es lo mismo que estar muerto. La vida es cambio permanente y regulado; regulado por el ser. Si no es permanente y si eso no se manifiesta en el pensamiento, es la muerte. Pero si el pensamiento no se convierte en acción, es la muerte por partida doble.

—Hace 45 años usted se refirió a la sociedad socialista como el «territorio de la autenticidad y de la plenitud». ¿Mantiene la misma percepción?

—Creo que Cuba es socialista y no la amo solo por pasión social; es que no hay otra salida. Hay que saber serlo y luchar por ello. Cuando esa lucha no va acompañada de la inteligencia, de la cultura, de la formación, del rigor... viene esa terrible carga que es la improvisación.

«El peor enemigo del socialismo es la ignorancia. Cuando se tiene una formación suficiente, entonces llega la conciencia de que nada puede abordarse sin diseño. Es un principio de la vida. Las acciones de la sociedad deben ser pensadas; por lo tanto los ignorantes no debieran tener acceso al poder, ni al más pequeño ni al más grande. También habría que liberar a todos los hombres de la ignorancia, para que puedan ser libres realmente y puedan aportar.

«La clave de muchos errores está en la falta de diseño. Cuando se tiene en la mano el destino de otros, se tiene que ser mucho más serio y riguroso, y detenerse, de vez en cuando, a hacer evaluación; mas no reuniones de chequeo. La reunión de chequeo es una expresión más del disparate. La realidad hay que tocarla».

—¿Qué recomendaría a las futuras generaciones para no dejar morir la Revolución?

—Permíteme variar tu pregunta y ser más preciso: qué recomendaría en este instante. Participar, proponer y hacerlo con la máxima seriedad. Nunca inhibirse, pero participar ahora y antes y mañana planteándose cada problema con verdadero rigor.

«Nuestro país tiene la riqueza más grande, tanto que supera a las naciones más poderosas y ricas; es como un símbolo: un millón de universitarios, donde hay doce millones de habitantes. Y por lo menos otro millón, o millón y medio de gente preparada, con cierto nivel. Es decir, la instrucción está lograda; la cultura, como yo la veo, todavía no del todo.

«Durante mis primeros contactos en la UNESCO, donde me ficharon como especialista en políticas culturales, y después ya como miembro de su dirección durante diez años, participaba en comisiones claves donde se planteaba qué es la cultura. A veces se confunde con las manifestaciones artísticas y literarias.

«En el pasado Congreso de la UNEAC, intenté dar una definición de cultura, o al menos explicar mi posición. Te la diré ahora, sucintamente, pero prefiero aquella que es solo un párrafo: la cultura es la sociedad, la sociedad con un curso que después llamamos histórico, de vivencias, experiencias, de valores creados que el tiempo decanta.

«Marguerite Yourcenar decía: El tiempo, gran escultor, es el título de un libro suyo, que lo es también del desarrollo de un ensayo. Creo que la cultura es todo eso vivido por generaciones y generaciones, decantado; queda siempre lo más duro. Se convierte en un tesoro para la vida que sigue. ¡Salven la cultura!».

Nota del autor: Detrás de ciertos empeños personales, casi siempre quedan a la sombra manos bondadosas. En este caso, ellas son las de Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, Eusebio Leal, Lydia Castro y Camilo Pérez; cómplices, pacientes, quienes me ayudaron a provocar a Alfredo. A todos, mi infinita gratitud.

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