Durante las primeras tres décadas del pasado siglo, la literatura brasilera se movía entre las coordenadas modernistas inspiradas en modelos exógenos —específicamente las vanguardias italiana y francesa. La renovación literaria encontró puntos de expansión a partir de la incorporación al panorama nacional del regionalismo crítico, con exponentes interesantes, responsables de la articulación de una obra donde comenzaban a consolidarse los ideales de redención social entrevistos en pretéritas corrientes.
Asoma a la ventana nacional la cabeza lúcida de Graciliano Ramos, escritor harto representativo de la tendencia, a través de libros de cara inspiración social a la manera de Vidas secas —transportada años después al cine durante el Cinema Novo— y otras piezas de interés sobre la asfixia vital de los hombres del nordeste.
Entra al ruedo, a la sazón, el joven Jorge Amado, quien con su novela Cacau —antes, a sus 18 años, había publicado El país del carnaval— puso a pensar al lector nacional en torno al universo de las plantaciones, y los afanes y dolores de los recolectores, cosa que luego repetiría, en estos y otros ámbitos, en libros como Jubiabá o Tierras del sin fin —recuérdese la versión televisiva apreciada aquí.
A través de una etapa que casi todos los estudiosos sitúan en los 30 años corridos hasta los 60, mantendría Amado vinculada su escritura a una suerte de apropiación con elementos nativos de los perfiles del realismo socialista. Su filiación comunista, unida a la conciencia nueva generada por la llamada Semana de Arte Moderno, propiciaron en el narrador la orientación sociológica de su trabajo.
Lo encarcelan en 1935 por su plataforma izquierdista, y esto sería el pie de arranque de un buen trecho de su vida; mal visto por las oligarquías de turno y obligado al exilio en varias ocasiones. Amado no le abrió las puertas al desaliento y continuó ejercitando una recreación crítica de la sociedad brasileña, enfocada siempre en la zona nordestina y su eternamente presente ciudad de Bahía. Ahí están para atestiguarlo Los capitanes de la arena, La muerte y la muerte de Quincas, Cosecha roja...
Motivo recurrente de la trayectoria escritural del autor de Viejos marineros fue la mujer. A ellas, de toda raza, clase y laya las idolatró este señor criado en los burdeles, y sobre ellas estampó trazos inmarcesibles de las letras lusitanas y universales tales como: Gabriela, clavo y canela; Doña Flor y sus dos maridos; Tereza Batista cansada de guerra, Tieta do Agreste o Tocaia grande, su cara oscura. En varias de estas obras combina los temas naturalistas con un humor obsceno, y visualiza el cosmos mágico del bahiano humilde.
El poderoso pulso descriptivo de Amado y sus tórridas historias, inspiraron a realizadores cinematográficos brasileros y extranjeros. Sin embargo, la almendra de estos trasuntos fílmicos se halla, en primer lugar, en la adaptación hecha en 1976 por Bruno Barreto de Doña flor y sus dos maridos, con unos José Wilker y Sonia Braga deslumbrantes. Y luego, en un nivel de jerarquización artística menos subrayado, Gabriela, clavo y canela, coproducida con Estados Unidos, también a las órdenes de Barreto y el protagónico de la Braga, esta vez en compañía de Marcello Mastroianni; además de Tieta do Agreste, de nuevo corporeizada por Sonia, pero dirigida por Carlos Diégues.
A los 89 años falleció, hace seis, en 2001, este excepcional narrador nacido en 1912, quien fuera reconocido como el escritor más traducido de la era moderna. Y además, modelo de escritor y de esposo —más de medio siglo al lado de su amada mujer—, autor de casi medio centenar de obras. Latinoamérica y el mundo lo recordarán en el tiempo.